8 oct 2005

La última vez que escribí un artículo sobre el aborto, me encontraba condicionado por las imágenes de la ecografía de mi hija Cristina, ahora una preciosa niña de seis meses. Por aquel entonces, cuando el ministerio de Sanidad publicó su estadística anual, las cifras hablaban de setenta y pico mil vidas sajadas. Y nuestra hija, de la quinta de todos aquellos niños, daba vueltas y revueltas con un corazón que latía ganas de vivir y crecer lo necesario para asomarse al mundo.

La ecografía es la mejor arma disuasoria contra la interrupción del embarazo. La técnica nos permite contemplar –ahora, incluso, en tres dimensiones- el ámbito delicado y milagroso en el que se fragua la vida. Lamento que no se modifique la ley para obligar a los centros públicos y privados a mostrar a sus pacientes qué es lo que van a quitarse de en medio, como cuando el médico te informa de tus males a través de una radiografía o de las turbias imágenes de un escáner. ¿Acaso alguien se sometería a una operación sin echar un vistazo a esas herramientas maravillosas? Entonces, que no se le prive a ninguna mujer del derecho a observar el feliz baño del feto en el útero materno.Después de ver a mi hija en aquel monitor, de reconocer sus brazos y sus esbozos de piernas, comprendí que no podía quedarme impasible ante el triste certificado de la muerte legal con el que cada año se despacha la administración. Y uní mi voz, mis palabras, a la de todos esos niños que no nacieron, incluso a la de las madres que después de la traumática experiencia anhelan al hijo muerto.

Ahora se habla de ochenta mil abortos en el último año censado (¡ochenta mil!). Y la exposición de datos va más allá: aunque las mujeres abortan cada vez más jóvenes, se multiplican las reincidentes, es decir, aquellas que han pasado por la camilla dos y hasta tres veces. Y como guinda a esta última encuesta, el CIS asegura que el motivo más recurrente al que aluden para abortar es la incompatibilidad entre maternidad y trabajo.

No voy a juzgar a ninguna mujer que aborta. Comprendo que la presión exterior –cuando faltan recursos, ayuda e información- pueda arrebatar el natural deseo de ser madre. El hombre, además, muchas veces utiliza una coacción miserable para empujarla a la mesa de obstetricia y olvidarse del fruto de su imprudencia. Por no hablar de los inmigrantes que han encontrado en nuestro país la negra libertad para la interrupción voluntaria del embarazo.

Digo que no voy a juzgar a ninguna mujer, pero sí la causa tantas veces esgrimida que revela hasta que punto nuestra sociedad del bienestar se encuentra corrompida: el aborto no puede ser considerado un seguro para el empleo, de igual forma que la maternidad no debe ser jamás un equivalente de paro, salvo que vivamos inmersos en la cultura de la muerte. Si cualquier mujer no puede permitirse llevar adelante su gestación sin verse abocada a la pérdida de su trabajo, si la administración es incapaz de responder por aquellas trabajadoras por cuenta ajena que se han quedado embarazadas, si no hay alguien en los centros de planificación familiar, en las clínicas abortistas, dispuesto a ofrecer otra solución a la que llega desesperada porque ese niño significa su ruina, es que el Estado no existe, es que vivimos en una jaula de lobos en la que el débil se ve obligado a devorar a sus hijos para sobrevivir. Y esto no sólo no es justo; tampoco es humano.
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