6 may 2006

Desde la década de los setenta, las familias menguan. Hoy por hoy, España no sólo no garantiza el relevo generacional, sino que nos encontramos a la cola del mundo en cuanto a número de hijos. En pocos años, incluso recurriendo a los inmigrantes, nuestro suelo patrio se habrá convertido en un inmenso geriátrico, poniendo en serio peligro el sistema de pensiones y la viabilidad de nuestra economía.

Ha llegado el momento de buscar soluciones, pero para ello debemos echar la vista atrás y analizar las causas de este miedo social hacia la procreación, que en muchos lugares –sobre todo cuando es repetida- pasa de ser una bendición de Dios a considerase una locura e, incluso, una afrenta a la prudencia que dicta la cultura del bienestar.

Entre sus muchas causas, que podremos ahondar en sucesivos artículos, destaca el precio desorbitado de la vivienda. Si para adquirir una casa con sólo dos habitaciones es necesario hipotecarse hasta el carnet de identidad, se comprende la prevención de los jóvenes a la llegada de los niños, ya que si el primero es varón y la segunda chica –por poner un ejemplo-, no nos quedaría otra solución que habilitar el salón como dormitorio, bajar del techo del cuarto de baño una cama plegable o hacer del tendedero una “solución habitacional” como las que propone la ministra, en donde el tambor de la lavadora sirva también para echar una cabezada.Lo cierto es que todavía hay quien está dispuesto a echarle un pulso a este mundo viejo, es decir, quien se toma con buen humor y confianza en el porvenir la aventura del amor, y no duda dejar paso a la vida una y otra vez. Conozco ejemplos para todos los gustos, desde aquel matrimonio que económicamente puede permitirse la llegada de un tercer, cuarto y quinto hijo, hasta aquel otro que debe hacer encaje de bolillos para que, con una economía más que discreta, puedan vestir y alimentar a los diez miembros de la familia.

En todo caso, la mía también ha crecido. Ya somos cinco, y el piso de recién casados se nos queda pequeño. Da lástima desprenderse del lugar en el que han crecido mis tres hijos mayores, con sus huellas de mermelada en algunos recovecos del salón y el impacto imborrable de sus primeros pasos, o de aquellos juguetes con los que llenaron las horas lánguidas del invierno. Pero no cabemos, por más que sea instructivo compartir con ellos el cuarto de baño y haber convertido la sala de estar en una leonera que lo mismo se utiliza para ver una película de Pinocho, que para celebrar un cumpleaños, construir un castillo de Lego o recibir a nuestros amigos a la hora de la cena.

Son muchas las vueltas y revueltas que hemos dado antes de dar el paso. Si comprar una casa es un salto al vacío, pretender sumar algunos metros en una nueva vivienda y con la prole a la espalda no deja de ser otro salto, pero esta vez con antifaz y sin red. Piensas en los años que vas a quedar ligado al banco y se te despierta una taquicardia. Analizas el dinero que pagas por una nueva habitación y el cabello se te pinta de blanco. Mas aun así, por más que las políticas de protección a la familia (al futuro de España, el único futuro) brillen por su ausencia, el reto merece la pena. No por la vivienda, sino por esta apuesta por la vida, por el proyecto que trae cada niño al nacer.

Cuando mis hijos y los tuyos se hagan adultos, tal vez España se haya convertido en ese gran geriátrico que prometen los estudios de demografía. Pero entonces existirán tal cantidad de pisos desocupados que los precios se habrán equilibrado. Y adivino ayudas sustanciosas destinadas a las mujeres y los hombres valientes. Tal vez así, logremos rejuvenecer este inquieto porvenir.
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