6 oct 2006

A los periódicos les gusta abrir portada, últimamente, con estadísticas. Y no digo que esté mal, porque bastan dos o tres datos al socaire para hacerse una idea de cualquier tema aunque, reconozcámoslo, es muy difícil resumir las complejidades de la vida en tantos por ciento. A la frialdad propia de las estadísticas hay que sumar su defecto de convertir en generalidad lo que, caso a caso, tiene tantos matices. Sin ir más lejos, dicen las encuestas que cada treinta segundos se rompe un matrimonio en Europa. Y las estadísticas aseguran que en España esa ruptura se verifica cada cuatro minutos, tiempo que se acorta y acorta desde que se aprobó el divorcio <<express>>.

Siempre he creído que una ruptura matrimonial es uno de los más duros golpes que pueden sufrir un hombre y una mujer. La unión definitiva de sus afectos e intereses se va al garete, despertando recelos, crispaciones y sospechas que se multiplican en los hijos. Pero los estudios demoscópicos no hacen mediciones del sufrimiento, encuesta que tal vez animaría a nuestros gobernantes a legislar a favor de la familia en vez se jugar a cocinitas con el proyecto de nuestra vida.En todo caso, la culpa no es sólo de quien legisla. La propia sociedad se ha rebelado contra la fuente natural de la estabilidad emocional, que es el matrimonio, dificultando nuestra felicidad mediante una confusión de preferencias que los ciudadanos de a pie hemos llegado a validar, deslumbrados por el oropel del dinero y el éxito, de la autorrealización y el poder.

Porque la raíz de la ruptura de muchas parejas tiene como denominador común al trabajo. Las grandes ciudades, en las que se concentra la mayor parte de la población de España, están sumidas en un ritmo laboral enfebrecido: jornadas de más de doce horas en las que apenas queda un resto que dedicar al hogar. El marido trabaja en una oficina y la mujer en otra, a más de quince kilómetros de distancia, lo que imposibilita que se vean siquiera a la hora del almuerzo. Y el jefe, espoleado por otros jefes, exige y exige resultados que sólo se cumplen dedicando horas, muchas más que las estipuladas, incluso sábados y domingos, porque los jefes del jefe no entienden ni quieren entender de sentimientos, ni de hijos, ni de lo necesario que es dar un paseo de la mano con el que vencer los silencios que fabrica la distancia.

La incorporación de la mujer al mercado laboral no ha provocado todavía esa esperada humanización del trabajo. Al menos, quienes organizan el tinglado no han permitido que las mujeres apliquen las medidas necesarias para compatibilizar trabajo y vida personal. Porque si humano es aspirar a prosperar y recibir reconocimientos por nuestro esfuerzo, todavía más humano y necesario es organizar el tiempo para que nuestras legítimas aspiraciones no echen por la borda el armazón de nuestra felicidad.

La vida es corta, demasiado corta, para dejar por el camino, a cambio de unos mustios laureles, lo único que el tiempo no llega a agostar: el amor de quienes un día decidieron trazar un programa común de vida. Ante el altar o el juez afirmaron estar dispuestos a darlo todo por el otro y prescindir de sus egoísmos. Y esa entrega, desnuda de condiciones, es la única medicina que nos salva del desgaste despiadado del tiempo.

Frente a los triunfos laborales, frente a las promesas de grandes sueldos, de promoción…, frente a todos los proyectos legítimos, cabe la posibilidad de descuidar lo más importante: la felicidad del otro. Conviene entonces pensar que la juventud sólo se tiene una vez, y que es una lástima perderla bajo un flexo. Que la plenitud también se disfruta pocos años, y que es una pena entregarla a una firma comercial. Que la infancia y la adolescencia de los hijos son periodos irrepetibles, y que nada duele más que ver cómo se marchan de casa con la sensación de que para ellos sólo hemos sido unos extraños.
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