29 dic 2006

Me gusta cómo quedan las casas después de Nochebuena y del día de Navidad. Aquello parece la fotografía de un campo de batalla, sin muertos, eso sí, porque en vez de los cadáveres del ejército amigo y enemigo, lo que quedan son esquirlas de felicidad por todos los rincones. Las alfombras están sembradas de peladillas –sobre todo si en el hogar en cuestión hay niños-, jirones de papel de regalo, lazos de mil colores, alambres de esos que sujetan las muñecas y los coches en sus cajas, migajas de turrón y hasta el tapón de una botella de champán.

Los sillones se encuentran deformados por el peso de las risas, de las conversaciones, de los parabienes y hasta del sueño repentino de algún chiquillo que no tiene costumbre de trasnochar. Y en el comedor es fácil demostrar que se han vivido unas jornadas gloriosas: manchas sabrosas en el mantel, velas doradas a medio consumir y hasta un singular adorno como centro de mesa.En un rincón, el más importante de la casa, un curioso recuerdo: el de una familia pobre que cambió el rumbo de la Historia. Son figuras de barro, puede que descascarilladas por el tiempo. Las han rodeado de musgo mullido cuando, en realidad, sólo conocieron el frío duro del invierno. Fueron el centro de estos días, el lugar en el que convergieron todas las miradas, el motivo de la celebración. Sin ellos, sin la incomprensión y el rechazo, no hubiese habido peladillas ni regalos, turrón ni champán.

En todos los hogares españoles se repite una estampa parecida, incluso en aquellos que todavía no reconocen la singularidad del Niño del portal. Es la fuerza transformadora de la historia de la salvación, que ha iluminado a todos los hombres. Es la fuerza de la Navidad, incombustible junto a quienes deciden celebrarla con toda la profundidad de su misterio y frente a quienes desean transformarla en una explosión de alegría sin sentido. Dios ha nacido. Asómbrate.
Categories:

0 comentarios:

Publicar un comentario

Subscribe to RSS Feed