8 dic 2006

Puede que el de médico sea uno de los más sagrados oficios. Cuando sufrimos una dolencia nos entregamos en sus manos con la confianza de un niño, de un corderito en aquellas ocasiones en las que ni siquiera podemos atisbar el origen de nuestros males. Por ese motivo, desde que el mundo es mundo, los galenos han gozado del prestigio social que se merecen, a pesar de que con sus diagnósticos y tratamientos puedan arrancarnos muchas lágrimas. En su observación, en su estudio, en la dispensación de la química o en el uso del bisturí esconden la garantía que nos permite seguir viviendo con salud.

Hace algunas décadas las familias pudientes gozaban de “su” médico, un hombre al que se agasajaba de continuo, pues lo mismo salvaba las paperas del más chico que ayudaba a bien morir a la abuelita. En su consulta se hablaba de lo divino y de lo humano, y el prestigio de su ojo clínico crecía cuando, además, adornaba sus recetas con dosis de humanidad.El hombre es tan frágil ante el dolor que el médico, un buen médico, no sólo debe aplicar su ciencia para restañar la herida, sino la intuición y la psicología para que el daño deje las menos secuelas posibles. Por ese motivo, cuando se está enfermo o se acompaña a alguien que sufre, se agradece tanto la palabra amable, el gesto paternal, la compañía, el rayo de esperanza de quien, sobre el papel, sólo está obligado a frenar la infección o extirpar el tumor.

Los médicos son los sacerdotes del cuerpo, hombres y mujeres dotados de una vocación profesional que tiene bastante de divina. Por eso dan tanta pena aquellos que se conforman con ser sanitarios. En la consulta se guardan la amabilidad y no saben ver que el enfermo es un paciente, no un cliente o un número al que hay que despachar con premura.
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