8 dic 2006

Estoy a punto de encargar mil camisetas con el lema: <<¡Vivan las hermanas Burden!>> debajo de la fotografía de esas dos encantadoras ancianas británicas. Las pagaría con gusto para regalarlas. Una para cada político bobo, una para cada juez inicuo, una para cada vocero de libro, una para cada fariseo de la modernidad. Porque las hermanas Burden, Joyce y Sybil acaban de dar una lección a políticos, jueces, voceros y fariseos. ¿No hay una ley en las Islas que reconoce y beneficia las relaciones homosexuales? Pues cuánta más protección merecen dos hermanas solteras que han vivido siempre juntas al cuidado de sus padres y que ahora, cuando se les aproxima la muerte, quieren evitarse los impuestos de herencia de la una a la otra, de la otra a la una, para que los bienes familiares no se echen a perder. Imagino el gesto atolondrado de políticos, jueces, voceros y fariseos al conocer la noticia de que piden el reconocimiento legal como pareja de lesbianas. ¿Cómo les van a decir que no? ¿Es que acaso la Ley sólo premia el roce sexual, como si el Estado fuese una tómbola subida de tono? A lo mejor es que la Cámara de los Comunes no ha previsto un contingente de inspectores de lecho, para ver si la gente le da o no le da; ya me entienden. Su sentencia sería así de sencilla: “ustedes sí, porque se meten juntos en la cama. Ustedes no, porque no se acuestan en el mismo catre”.

El suceso es una muestra, la primera, de lo que supone legislar desde la injusticia, torciendo la realidad de las cosas por intereses turbios, inventándose una naturaleza nueva para el hombre o –lo que es más grave- desnaturalizándolo en mor del rédito electoral. Y eso que hablamos de un país que no reconoce el vínculo matrimonial entre las personas del mismo sexo, porque aquí, si echamos a volar la imaginación, veo una larga cola de espabilados exigiendo las mismas prebendas que los del arco iris.
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