2 feb 2007

Todos los padres hemos pagado el pato de nuestra bisoñez. Durante nueve meses alimentamos la esperanza indiscutible del primer hijo, dale que te dale con la lectura de manuales, artículos y revistas especializadas en la crianza y educación del bebé. Algunas madres, incluso, se reservan unas horas para que el feto escuche a Mozart, los cascos directamente ubicados en la tripa, dispuestas a encauzar cuanto antes el misterioso mundo de los sentimientos de la criatura que llevan dentro, empeñadas en que su cabecita en formación se amolde cuanto antes al ámbito abstracto de la música, tan ligada a las matemáticas. Pero en ocasiones se nos olvida que la llegada de un niño al mundo, además del más precioso de los milagros (la madre Teresa de Calcuta decía que cada hijo es la prueba de que Dios sigue confiando en el ser humano), conlleva enormes sacrificios físicos, principalmente el del sueño robado. Hasta entonces los jóvenes matrimonios estábamos acostumbrados a descansar ocho horas seguidas; desde entonces, tardaremos muchos años en saber lo que significa una noche entregada ininterrumpidamente a los brazos de Morfeo, porque una vez que la criatura ha llegado a casa, hasta el plácido tiempo del descanso se torna en tiempo de cuidados. Nos sorprende durante la madrugada el poder de tan pequeños pulmones, capaces de sostener el llanto incluso cuando las infantes cuerdas vocales se reblandecen de tanto exigir comida, una nueva postura, unos brazos cálidos o quién sabe qué.Resulta divertido consultar a los padres primerizos sobre sus secretos para soportar la vigilia durante ese tiempo en el que sólo guardan vela los murciélagos y los bebés. Cada cual tiene su historia: desde aquel papá que cada noche sale con su hijo para darle una vuelta en el coche, ya que el automóvil es la única niñera capaz de arrancarle el sueño (así lo cuentan Eduard Estivill y Sylvia de Béjar en su manual “Duérmete niño”, del que han vendido varios millones de ejemplares por todo el mundo), hasta aquel que cuenta cada segundo de la madrugada con los brazos doloridos de sostener el cuerpo blandito de su pequeño, al que basta con rozar la cuna para estallar en un llanto febril e irritante. ¿Quién iba a decirle a ese joven matrimonio que aguardaba la llegada de su niña como agua de mayo, que sus noches de cena romántica y violines iban a quedar en suspenso hasta que la princesa de la casa fuese capaz dormir sin la necesidad del arrullo paterno o materno, cuatro años después de su llegada al mundo? Porque hay quienes no encuentran otra solución que habilitar en su cama de matrimonio un nido para el bebé, convertido desde ese mismo instante en un tirano diminuto que, de cuando en cuando, estira su piececito con la intención de constatar que papá y mamá duermen amarrados a su capricho.

Hay anécdotas para todos los gustos, algunas más duras de sobrellevar que otras. Un amigo mío, por ejemplo, no ha vuelto a dormir con su mujer desde el día del parto. Ella se siente obligada a acompañar a su rorro durante el primer, segundo y tercer sueño. Para entonces, vestida de oficina y todo, ha caído en coma y duerme a pierna suelta en una habitación de osos azules. Al santo varón no le queda otra posibilidad que arroparles, venciendo -eso sí- la tentación de considerar al fruto de su amor un ursurpador de su felicidad matrimonial. Y es aquí donde la historieta divertida comienza a convertirse en un drama, porque la sobreprotección de los hijos, empezando por la de su sueño, provoca severos desajustes en la relación de los padres, que pueden llegar a sufrir severas crisis con la mejor de sus voluntades.

Hay padres que, empujados por un instinto de protección engañoso, convierten al hijo en el centro de la familia, cuando en un hogar sólido no hay otro pilar que el que forman hombre y mujer, únicos responsables de la llegada de cada vida, de su crianza, de su educación, de su felicidad en suma. Desde el primer momento es necesario que los niños entiendan el lugar que les corresponde, aunque para ello debamos sufrir durante unos meses, hasta que se ordene el sueño del bebé al del resto de la casa y no al de sus caprichos de ser atendido.
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