16 mar 2007

Hace dos lustros viajé por las cumbres de los Andes para documentar una de mis novelas. Necesitaba datos sobre las personas y las costumbres del techo del mundo. Así que me uní a un cura indígena de la diócesis de Cañete, que tenía encomendada la acción pastoral en un territorio inabarcable donde su llegada a cada aldea, a cada posta, a cada caserío disperso por la puna, era saludado con alivio por aquellos indios quechuas, herederos de los incas, que sobreviven en un medio agreste y solitario. El padrecito Gregorio dedicaba las horas a impartir los sacramentos, a conversar con unos y con otros, a consolar a los más abandonados. Era una luz en la miseria de las cumbres.

Una mañana me solicitó que apadrinara a un precioso cholito en el día de su bautismo. Por primera vez en mi vida acompañé a un niño a la hora de recibir las aguas. Le hice un pequeño regalo, celebramos una comida pobre en su hogar y nos despedimos. De cuando en cuando, a lo largo de estos años, su recuerdo ha venido a mi memoria. Lo imaginaba en su patria de rebaños de llamas y pedregales, entre el viento helado y las brumas, royendo la miseria de un futuro con muy poquitos alicientes.Pero la semana pasada recibí un correo electrónico. Era él, diez años mayor. La tecnología no ha llegado tan alto ni tan lejos, pero mi ahijado sí que había viajado a la ciudad y aprovechaba su paso por un ciber-café para escribirme y darme noticias de todo este tiempo. El padrecito Gregorio le había hablado de mi página web, por la que había estado navegando, en busca del rastro de aquel padrino que vino de lejos. Y es que internet ha roto todas las fronteras, también las que dividen el mundo entre pobres y ricos. ¡Qué enorme responsabilidad!
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