7 abr 2007

Tengo sobre mi mesa de trabajo un crucifijo labrado en madera por los supervivientes de las matanzas de Rwanda. Está trabajado a golpe de navaja sobre una rama dura y un poco rojiza. Se me antoja que el rostro del crucificado –de rasgos claramente africanos- refleja, al mismo tiempo, la realeza de quien se ha entregado voluntariamente al suplicio y el dolor del genocidio. No del genocidio como ejemplo superlativo de la maldad del hombre, sino del dolor individual, ese que padecieron cientos de miles de personas ante la abulia de Occidente. En la santa faz de humilde madera tropical, Jesús deja adivinar también la esperanza de los sobrevivientes y de todos aquellos que creen que llegará una nueva vida, lejos del odio tribal y de la muerte.

Estoy convencido de que estas sensaciones de dolor y optimismo son las que durante estos días nos empujan afuera de nuestras casas. Si no, no encuentro sentido a las horas perdidas en un ir y venir de nazarenos, hachones de cera y bandas de música. No es el paso de capirotes de terciopelo lo que nos conmueve, ni el deje tristemente acompasado de tambores y trompetas, sino la llegada de esos pasos sobre los que pende el Crucificado, un hombre que a los treinta y tres años lo había dado todo, incluso la vida, por la felicidad tuya y mía. El arte popular, que es sabio, lo acompaña con filigranas de pan de oro, con bellísimas composiciones florales o con la sobriedad del silencio, con suspiros y hasta con el arranque de una saeta improvisada, que es oración convertida en canto.Jesús hizo de la cruz, de la tortura reservada a los miserables, el marchamo de la felicidad. Desde entonces, el dolor ha dejado de ser una desgracia para convertirse en una bendición. No es que los cristianos lo busquemos, pero sabemos que esta realidad fatal de la que nadie puede librarse nos iguala con nuestro hermano mayor, nos hace también corredentores y colma de optimismo esta vida corta y tantas veces incomprensible.

La cruz es nuestro signo, nuestro camino, nuestro emblema. En ella se representan los anhelos y las contradicciones, el ir y venir de este mundo de prisas. Ojalá siempre la tengamos cerca, en nuestros hogares y en los edificios públicos. En la escuela y en el hospital. Al iniciarse la vida y cuando nos rompamos en un último estertor.
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