7 jul 2007

Ha comenzado el verano y con él la celebración de las más variadas fiestas populares. En España podríamos festejar a las divinidades celtas o íberas, los idus o el cruce de las constelaciones, pero no lo hacemos: desde tiempo inmemorial festejamos diferentes advocaciones marianas y a muchos santos que bendicen ciudades, pueblos y aldeas. De alguna manera, el cielo y la tierra se unen en el variadísimo paisaje que conforma nuestro país. Habrá quien interprete las romerías y procesiones como una derivación de los ritos paganos anteriores a la ocupación romana. Es posible que aquellas tribus festejaran las cosechas y otros acontecimientos sacando a pasear a sus ídolos, aunque lo cierto es que hace ya muchos siglos que la barbarie se transformó en devoción cristiana, y la devoción en fiesta.

Desde san Juan y sus hogueras hasta el san Mateo septembrino o la Virgen de la Merced, julio, agosto y septiembre han poblado el santoral de patronos y vírgenes que hacen del verano una estación de alegría a través del reconocimiento a quienes, con la lucidez de una vida cerca de Dios merecieron no solo el cuidado de estas tierras, sus pobladores, cosechas y ganados, sino el abandono de incontables generaciones a su mediación e intercesión.Las calles se adornan, vuelan los cohetes y estallan petardos, corre el vino y la música parece más alegre que de costumbre, la noche se cubre de verbenas y en la madrugada se entonan cantos distorsionados por el alcohol. Todo este derroche lo merecen los santos, la Virgen que se saca por plazas y avenidas (la del Carmen también navega por el mar). Todos quieren tocarla, incluso los que nunca pisan la iglesia, y le llevan a sus niños para que les roce la sombra de la imagen, convencidos de que la gracia existe y se transmite.

Es cierto que este tipo de fiestas conllevan sus excesos, que hay muchos que pierden los papeles en la jarana, empeñados en regresar a la barbarie de nuestros ancestros, pero eso no resta mérito a los protagonistas del evento anual, como tampoco a quienes saben combinar el aire festivo con la devoción sincera.

Antes de que la corrida que se lidiará por la tarde arranque a galopar rumbo a la plaza, los mozos se encomiendan a san Fermín, en un canto que es mucho más que una costumbre: es una sincera petición de protección que en otros casos se dirige a Santiago en la catedral que venera sus restos o a cualquiera de las incontables advocaciones que celebran la Asunción de María a los cielos. Esta es la España real, en la que cabe la aconfesionalidad del Estado y la libertad para acogerse al cuidado de nuestros más fieles protectores.



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