11 oct 2007

Fue enfant terrible hace treinta años, cuando resultaba gracioso que a una niña criada entre fraulains y nanis, hija de aristócratas, le diera por el amor libre y el socialismo. Se convirtió en el contrapunto a tanta a Isabel Tenaille que parecía no haber roto nunca un plato. Mercedes Milá era directa e impertinente (lo sigue siendo), lo que volvía locos a los hombres que se sentaban en su estudio dispuestos a someterse a un tercer grado. A los de su cuerda los trataba con amabilidad y con ellos terminaba haciendo manitas frente a las cámaras. A los del bando enemigo –ya sabemos quienes son- llegaba a despreciarlos con su altivez y esa exagerada efatización del usted no me la cuela. Pero era buena periodista, tal vez la mejor. Inmortalizó las chaquetillas de colores y tres entrevistas: una a una carmelita con la que llegó a hacer oración en directo; otra al inclasificable Julio Cerón y la última a un Paco Umbral empeñado en hablar de su libro. Pero con el tiempo y las malas elecciones se desmoronó su estrella, aunque no su fama. Al tiempo que comenzaba a dar tumbos afectivos se lanzó a presentar el “experimento sociológico” de Gran Hermano, en el que un puñado de la peor juventud española se encerraba durante semanas en un hangar decorado como una casa para insultarse, fornicar, sudar en directo y tirarse pedos. La Milá seguía defendiendo lo de la sociología a medida que iban pasando las ediciones y las putas se enmendaban con presidiarios, ninfómanas, sarasas y pegones, pero el experimento hace años que no se sostiene. Cada vez que se enciende mi pantalla plana y me encuentro con su mirada socarrona tengo la sensación de que a mi alrededor huele a pies.
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