2 nov 2007

A este paso, el jurado, llevado por el oportunismo de los últimos años, puede premiar en las próximas ediciones a Paris Hilton con el Príncipe de Asturias de las Ciencias (nadie como ella para alimentar una vida de la nada) y a Jesús Mariñas con el Príncipe de Asturias de la Comunicación (al fin y al cabo, es el padre de un periodismo que ha hecho escuela). Más allá de esta burla inicial que para mí es un desahogo contra quienes pretenden que comulguemos con las ruedas de molino de Al Gore, debo reconocer que la retransmisión en mi pantalla plana de la ceremonia de Oviedo es uno de los platos fuertes del año. El acto es sobrio y elegante, por más que el teatro Campoamor se quede pequeño y echemos en falta una orquesta completa que salude a sus Altezas y despida a los galardonados. La Reina, mujer sabia y lacada, sabe ocupar un segundo puesto en la penumbra de un palco contra el que no pueden competir Menchus ni Palomas (tampoco creo que lo deseen) y entre el público tal vez sobren famosos y falten celebridades.Aunque no soy asturiano, reconozco que es una de las provincias más bellas de nuestro país, roja de pensamiento y negra de carbón, de costas abruptas y prados que huelen a siega y a queso a medio pudrir. Parece una burla del destino que allí donde se forjó la reconquista y más tarde se fraguó la guerra obrera, aparezca un oportunista con traje y botas de montar para hablarnos de la desaparición de los casquetes polares. Es el americano bueno, en mister Marshall del tercer milenio que regala argumentarios a un socialismo huero responsable de la pólvora que hizo de Oviedo una tea llameante allá por el 34. Es el Paris Hilton del buenismo medioambiental, por más que su porte nos hable de una alimentación a base de hamburguesas y muchas salsas contaminantes. Le da a los premios (como otros años la madre de Harry Potter, Fernando Alonso o Rigoberta Menchu), ese toque colorista para atraer a la pantalla plana a quienes prefieren entretenerse con las películas de Marisol. Mientras, Dylan pulsea una guitarra al otro lado del océano, ajeno a su galardón.
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