14 dic 2007

Ante las noticias que llegan de los mataderos del doctor Morín (¿quién dijo que Mister Hyde era un personaje de novela de Stevenson?) y ante las que uno supone detrás de tantos centros con la misma certificación que permitía al galeno peruano deshacer vidas a su antojo, sólo caben dos posibilidades: cerrar los ojos o encarar la barbarie para que, de una vez y para siempre, la legalidad del aborto pase a ser historia, negra, sí, pero historia que tendremos que echarnos al hombro con vergüenza y resignación, la misma resignación avergonzada con la que cargamos las matanzas de inocentes que jalonan el camino de casi todos los pueblos. Porque en eso se resume el aborto y en eso se resume –tal vez con mayor gravedad- el positivismo cobarde con el que ha sido legalizado en medio mundo, el silencio de nuestras cómodas poltronas de burgueses ejemplares.Si aún nos quedaran entrañas dejaríamos de considerar que el aborto es un problema de otros, acabaríamos con la maldita conclusión de que bastante soportamos como para sufrir a causa de los errores ajenos -nos sale natural dejar sola de nuevo a la mujer-. Es el razonamiento de una sociedad hastiada de sí misma, individualista hasta lo crónico, ajena a esa fraternidad que nos obliga a comprender, acoger y perdonar. Es como si, por más que nos enfocaran con una potente luz, no quisiéramos ver que en esta misma época repleta de parabienes y regalos, de papeles brillantes y deseos de felicidad, hay una muchacha que se encamina arropada por el peso de no se sabe qué delito –el de esperar un hijo, lo que sólo puede catalogarse como milagro- hacia la puerta de un abortorio. Nosotros lanzamos abrazos y besos al aire, compramos bolsas de confeti cuando la chiquilla firma allí donde le señala el dedo indolente de un funcionario de la sanidad. Colocamos belenes o colgamos de las terrazas esos horribles hombres de rojo, pedimos copas con mucho hielo y nos apretamos la corbata o desenvolvemos el vestido recién llegado de la tintorería al mismo tiempo que la mujer se tiende en una camilla que es la antesala del infierno. Es la canción triste de esta Navidad.
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