El perro rabioso

Al hombre se le conoce de muchas maneras. También a través de los amigos que va dejando en la cuneta. Quien más quien menos tiene sobre su conciencia alguna actuación que no estuvo bien porque provocó dolor en un tercero. El que vive con nobleza hace lo posible por resarcir el dolor. El que vive pagado de sí mismo siempre juzga que la culpa la tiene el otro, a pesar de que los hechos hablen por sí solos y el rosario de muertos en vida le revienten los bolsillos. Es el caso de Jaime Peñafiel, aquel periodista de prestigio que se colaba en las ceremonias reales de medio mundo. Fue amigo y confidente de reyes y princesas, y pasaba las tardes con cantantes y actrices de gran prestigio. Pero un día se empeñó en marcharse de la casa que ponía freno a su ambición y fundó su propia revista para mostrar a la España de la transición a un Franco cosido a la vida por mil y un cables, es decir, a un dictador muerto en vida en la UVI de la Paz, enteco como un polluelo desplumado de gorrión. ¿Qué interés periodístico tenían aquellas fotos? Los mismos que las de un Kennedy con el cráneo reventado o las de los pedazos de Benazir Bhutto.Y así, a golpe de foto inoportuna, de cotilleos de través, Jaime Peñafiel se fue quedando sin amigos. Y la culpa es de ellos, claro, y por eso Peñafiel los despelleja en público moviendo mucho las manos entre corbatas abultadas y ademanes cursis. La visceralidad le ha llevado a morder incluso a aquel que un día le dio de comer o a aquel otro que le mantuvo para aupar su carrera, dándole el pasaporte necesario para que se le abrieran los palacios y los escenarios. Pero Peñafiel paga con el mordisco espumoso de la rabia y acusa aquí y allá, como si repartiera justicia cada vez que le dan la palabra en un plató de Tele 5. Osado, se autoproclama biógrafo de los borbones y a los borbones, claro, los pone a caer de un burro adjudicándoles amantes y lágrimas a partes iguales, porque los cursis siempre venden los escándalos entre soplidos de moco.