5 ene 2008

He pasado la primera parte de estas semanas de Navidad en Andalucía, tierra de tradiciones, en la que la gente se agolpa junto a los tornos de los conventos para comprar “mantecados de las monjas”, como si las manos limpias de esas mujeres entregadas al silencio de la oración elaboraran dulces de fiar, en los que el colesterol se une a la intercesión celestial. Y hasta estos lares de María Santísima en los que la devoción bulle por las venas de quienes hacen de las fiestas una mixtura de alegría y plegaria, ha llegado el propósito de recristianizar las fechas navideñas, de devolverles su auténtico sentido, algo de lo que ya informó ALBA en su especial de Navidad pero que he podido confirmar con mis propios ojos: un repostero del Niño Jesús cuelga de muchos balcones. Se trata de la imagen de un bebote clásico, tumbado sobre el pesebre con una rodilla flexionada, un brillo de alegría en los ojos, una boca en la que se adivina el nacimiento de una sonrisa y los dedos de la mano derecha en gesto de bendecir. El cartelón de tela burdeos no solamente aparece elegante y sobrio, sino que ha venido a sustituir al tantas veces comentado Papa Noel que trepa por las paredes como un ladrón sorprendido con las manos en la masa.Me gusta la originalidad cristiana, que no consiste en declarar la guerra a nadie, mucho menos a ese gordo comercial con el que, incluso, se puede convivir. Digo que me gusta la originalidad cristiana, que consiste en volver a donde siempre: al Niño barroco que iluminó los rincones de la casa de nuestros abuelos, porque sobre el misterio divino no queda nada que inventar. Me gusta, además, que después de tanto tiempo en el que lo litúrgico y lo festivo se ha dejado caer por la costanilla del mal gusto, volvamos a la imaginería recia y riquísima con la que se identifica la piedad popular. Los belenes, por ejemplo, han vuelto a ser la atracción de estas semanas, sin necesidad de añadir a la representación ninguna psicodelia: ni árboles de fibra de vidrio que iluminen el portal en un azul o un rojo imposible ni pastorcitas ligeras de ropa, tal y como aparecen algunas Mamas Noel en la publicidad absurda y rijosa de esta estación.

El Jesús del repostero es la vuelta a los orígenes, el camino hacia la infancia espiritual -¿por qué no?-, esa que lleva a mi hija de tres años a despedirse cada noche con un beso largo al Niño de madera, desprotegido con sus pañales y la cunita mullida de serrín.
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