La bolsa se desmorona

La bolsa se desmorona y llegan las caras largas al pasar, como los niños pasan los cromos del taco de los repetidos, las letras de tantos lujos que nos echamos al coleto. La bolsa se desmorona y ya no hay santo que quiera recibirnos en las elegantes alfombras del banco. La bolsa se desmorona y se lanzan los inversores por el puente de las penas. Los desahucios les empujan: antes desparramar los sesos que hacer frente a los impagos que dejamos para la desconsolada viuda, para la recua de huerfanitos. Y basta un día negro en el parqué para que se fundan tantos sueños de Visa oro, vacaciones acá y acullá, abrigos de piel, club social, paseos por la Gran Manzana, cenas de seis tenedores... La bolsa se desmorona y a occidente le duelen el hígado, los riñones y el páncreas del bienestar. Nadie quiere volver a los viejos tiempos después de experimentar la carretera al volante de un todoterreno con DVD para que los niños no molesten con el sempiterno “cuánto queda para llegar...” Pero eran ellos los que acertaban con sus preguntas, tal vez porque oliscaban que todo llega, también el derrumbe de un sistema que no tiene los cimientos en el hombre sino en el mercado, que es al único al que sirve. Y los niños salen apresuradamente del colegio trilingüe y vuelven al concertado o al público con la humillación de haber tenido que devolver hasta el último regalo de Reyes que, o no son tan magos o no son tan ricos... Pero es que se desmorona la bolsa y hay que pagar las operaciones de estética y la hipoteca de la casa y el préstamo del chalé de la playa y el del apartamento de esquiar. Y ya no hay langostinos en la nevera porque la bolsa se desmorona y se desdibuja en las ilusiones ese viaje a Praga, una ciudad preciosa, sí, pero para la que ya no nos quedan cuartos. Tal vez sea el momento, ahora que la bolsa se desmorona, de pensar dónde se anclan nuestros cimientos: ¿en el brillo del parqué...? Y entonces aparece el colchón de la familia. Nunca falla.