8 mar 2008

Dibuja caricaturas en Las Ramblas de Barcelona desde hace unos años, cuando llegó desde la misteriosa Mongolia junto a su familia. Cada mañana, después de incoar sus oraciones mirando a la Meca, ocupa un lugar en esa famosa cuesta repleta de turistas, pájaros de colores y floristerías. Con sus ojos rasgados, un poco inexpresivos, aguarda en su silla de tijera a algún osado que quiera reírse de sí mismo gracias a la habilidad del mongol en el uso del carboncillo. Nació para ser un gran artista y se ha quedado en un dibujante de monigotes. Pero se siente feliz.

Entre otras cosas, es un musulmán fiel a sus preceptos. Se sabe hijo de Alá y vive con responsabilidad el mantenimiento y educación de su familia. Junto a su mujer visitó muchos colegios en busca de una plaza para sus hijos. Lo más sensato –dada su precaria situación social y económica- hubiese sido confiarlos a la educación pública de la Generalitat. Pero después de visitar algunos centros públicos intuyó que allí se desatendían los valores fundamentales, esos que facilitarían a sus pequeños llegar a convertirse en hombres y mujeres de bien. Por eso recalaron en un colegio cristiano, católico. Les gustó la formación que allí se impartía en libertad y responsabilidad, el reconocimiento a la dignidad de los alumnos, el ambiente de familia que se manifiesta en el respeto por los profesores, los compañeros, el edificio y el material. En aquel colegio, pese a encontrarse en uno de los barrios más humildes de Barcelona, no hay pintadas ni acoso, no se permiten banderías y se exige a los alumnos una conducta ejemplar, lo que no resulta tan complicado cuando la educación gira sobre esos ejes desde que los niños son pequeños.Los hijos del dibujante de caricaturas no tardaron en integrarse en el centro. La chica, algo mayor, mostraba ese carácter distante propio de los orientales de aquellas tierras despobladas y sin límites. El pequeño, sin embargo, comenzó a desarrollar un carácter espontáneo y divertido, hasta convertirse en un auténtico cascabel en el que sus párpados caídos apenas permitían descubrir cuándo no se estaba partiendo de la risa. Un día, el padre de aquellos niños musulmanes visitó el colegio. Quería dar las gracias a los educadores porque estaban conservando en sus hijos los mejores principios de su cultura esteparia. <<La mayor será una buena musulmana>>, les confesó a un grupo de profesores. <<El pequeño, sin embargo, está desarrollando un carácter cristiano>>. Y su rostro apenas se inmutó.

Hoy sigue en Las Ramblas con su carpeta de caricaturas. Y sus hijos continúan en el mismo colegio. Ella, una buena musulmana. Él, un manojo de campanillas.
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