4 abr 2008

Cuando el destino me lleve a la cama de un hospital, preferiré que la estética que me rodee me ayude a sobrellevar el dolor. Si pudiera elegir, quisiera una habitación con vistas e inundada de luz desde la que pueda escuchar el gorjeo de los pájaros. Y que en vez de dar a un triste patio de vecindad mis ojos puedan alegrarse con el verde de cualquier árbol.

A la hora de las comidas, ojalá que el consabido consomé, la tortilla francesa y el yogur aparezcan en una bandeja limpia con algún detalle que denote el cariño de la jefa de planta (tal vez una ramita de romero trenzada al servilletero), y en vez de cursis pósteres de payasos pueda contemplar una reproducción de cualquier obra maestra junto a un crucifijo.De la enfermera, preferiré que sea eficiente a guapa, aunque no desdeñaré si ambas cualidades se unen. Y sobre uniformes, qué quieren que les diga: me gusta que los oficios se identifiquen. Es decir, de igual modo que me desagrada un militar vestido de lagarterana o a una monja disfrazada de Janis Joplin, tampoco me gusta que una enfermera se calce un pijama para trajinar por las plantas del hospital. Y les aseguro que en mis preferencias no hay ningún tipo de erotismo de fábula: el uniforme de enfermera tiene una enorme dignidad y regala a quien lo porta una distinción que difícilmente ofrecen esos pijamones de pata ancha en los que me cuesta encontrar una gota de buen gusto.

Respecto al hospital privado de Cádiz, algunos medios denunciaron machismo por parte de la dirección, que regula en el contrato de sus enfermeras la obligatoriedad de lucir piernas y escotes gracias a un abusivo uniforme rematado con una cofia. Pero, por lo que ofrecieron las imágenes de televisión, semejante denuncia estaba traída más que por los pelos salvo que la imaginación de los comentaristas llegara a calenturas enfermizas. Al menos, las mujeres que aparecieron en mi pantalla con el preceptivo uniforme aparentaban una enorme profesionalidad y elegancia, términos no sólo no están reñidos sino muy bien traídos cuando se acompañan.

Tal vez este pretendido escándalo tenga mucho que ver con la uniformidad mental que imponen las leyes de paridad o ese invento del género que masculiniza a la mujer y feminiza al hombre hasta niveles ridículos. Y por encima de la contingencia, es un desprecio más a la estética, alimento espiritual de la humanidad que desdeña esta sociedad de las prisas.
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