27 jun 2008

A medida que el tiempo pasa, de los viajes lo que menos me importa es el lugar, los monumentos, las visitas turísticas (que me aburren…), los paisajes y la gastronomía. Abro un mapa y no lo reconozco por los tesoros que guarda su naturaleza o su arquitectura. Abro un mapa y lo reconozco por el tesoro de los amigos. En suma, los viajes son un encuentro con los amigos. Todo lo demás me sobra, aunque uno no tenga más remedio que ir y venir para posar la vista en tal piedra. Pero en mis viajes apenas me queda tiempo para apoderarme de esas obras de arte de las que cantan las glosas, porque sólo apoderándome de ellas, haciéndolas mías, puedo de verdad reconocerme bajo los arcos moros de la Mezquita de Córdoba o ante la fachada blanca de la catedral de Murcia, por referirme a dos destinos cercanos.

Son los amigos los que dibujan el mapa de mis idas y vueltas por el mundo, los que hacen apasionante preparar el equipaje, soñar con mil conversaciones, con el abrazo de llegada, con el mantel puesto para cenar una conversación interminable, para tomar de postre una confidencia que se enrosca al alma, para bebernos de un trago todo el tiempo que llevamos sin vernos. Son los amigos los que me empujan a cerrar la maleta y partir hacia ese más allá que está más acá, hacia los afectos gratuitos de quien se reconoce perfilado por sus amistades, a quienes con gusto traspasa los amores de familia.Por eso cuento que he viajado a Vigo no para asomarme a su ría –que también- o probar algún marisco que sabe a buchito de yodo. He viajado a Vigo para abrazar a Andrés y María, para conocer un poco mejor a sus hijos, para almorzar en De Tapa en Cepa sin importarme el menú sino la carta de nuestras conversaciones, aderezadas –eso sí- por la maestría de Miguel, su propietario, que deja que las conversaciones fluyan al socaire de los aromas y los sabores de sus fogones. Y de esta forma uno se marcha de Vigo sin irse del todo, agitando el pañuelo del volveré con la misma emoción con la que mi abuela nos despedía, verano tras verano, lágrima tras lágrima, desde el balcón de su casa convencida de que perdería algo de nuestras infancias por culpa de la distancia, convencida de que también se marchaba con nosotros para quedarse, siempre, acurrucada en nuestro corazón.
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