9 ene 2009

La Redención es un drama en el que la muerte no es de opereta, como en el teatro, sino que se dibuja con los orificios de los clavos y con una lanza que atraviesa un corazón que empapa la tierra de sangre y agua. Tampoco el escenario escogido por Dios pertenece a una tramoya. Aquella tierra prometida en la que el pueblo elegido se liberó definitivamente de la esclavitud de Egipto podría haber manado leche y miel si los hombres -¡ay los hombres!- viviésemos de otra manera, un poco más de acuerdo a lo que dicta lo más íntimo de nuestro corazón, esa Ley que llevamos grabada a fuego pero que nos empeñamos en cubrir con nuestras desidias, con nuestros odios, con esa incapacidad para olvidar a quien nos ha hecho daño.

Tierra Santa es la imagen doliente de Dios herido, del corazón de Dios atravesado por la sinrazón de nuestras razones, ese impulso a avasallar en cuanto nos negamos a compartir tierras, bienes o haciendas, del confundir el destino de un pueblo con la imposibilidad de convivir con otros pueblos, del uso siempre abusivo del terrorismo o la guerra como medida brutal de coacción, del tomar la parte por el todo, de mezclar en un mismo saco a quienes comparten una sangre, una lengua o una misma historia, del transmutar los valores religiosos por los políticos o los nacionales, confiriéndoles una rotundidad impropia, del otorgar lisonjas a personajes fabricados en despachos y armados años ha, cuando dividimos el planeta entre buenos y malos, y los malos se empeñaban en ser muy malos al tiempo que los buenos decidían no quedarse cortos en sus triquiñuelas.La historia de la Redención, que arranca en el instante en el que el hombre se hace consciente de su misma existencia, tuvo un primer escenario pequeño: un pedazo de tierra algo inhóspita cuyo principal y último capítulo se culminó con el nacimiento de Jesús de Nazareth, según hemos celebrado estos días. Heraldo de la paz, Príncipe de la luz, allí donde sus pies hollaron la tierra debería haber crecido un vergel de aromáticas flores. Pero Dios trazó sus planes de otra manera, sin necesidad de espectáculos. Sin embargo, al hombre le dejaba el reto de custodiar aquellos parajes, de convertirlos en un referente de esa paz y esa luz que ha seguido embelleciendo la Historia. Qué lástima que no hayamos sabido cumplir nuestra misión. Qué pena más grande que Tierra Santa siga siendo el oscuro escenario del que mana la sangre negra de la muerte.
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