6 feb 2009

El circo despierta sentimientos encontrados. Algunos consideran que es un espectáculo deplorable, ya que hunde sus raíces en los más dantescos entretenimientos de la antigüedad, cuando por contentar a la gleba y distraerla de los horrorosos costes del crecimiento y mantenimiento de las fronteras del Imperio, las autoridades organizaban juegos que traían consigo la muerte caprichosa de muchos prisioneros. Otros lo juzgan con una mirada nostálgica e incluso triste: creen adivinar que en la sonrisa pintarrajeada del payaso se esconde una vida de dolorosos desengaños. También hay quien cree que el espectáculo circense es una gran tramoya, una mentira de lentejuelas y números repetidos hasta la saciedad, en el que se mezcla lo insalubre de vivir bajo las lonas, en carromatos infestados de pulgas y disfraces viejos. Y quedamos algunos que vemos el circo como una preciosa ilusión que tiene pinceladas de barbarie, tristeza y pobreza, que bajo las carpas viajan excelsos artistas a los que no les queda otra salida que mostrar sus habilidades en las plazas de pueblos y ciudades, bajo los focos alimentados con un motor de gasoil y los redobles de tambor enlatados en un CD.“Pasen y vean…”, es la voz secular con la que se anuncia la llegada del circo, un entretenimiento que acompaña al hombre desde la nebulosa de los tiempos y que es una extraña mezcla de tramoyas brillantes, de profesionales que arriesgan la rotura del espinazo a varios metros de altura en un “y ahora, más difícil todavía”, de payasos listos y clowns que deben competir con el humor grueso al que la televisión ha terminado por acostumbrar al público y de acróbatas que se merecerían un podio en las olimpiadas antes que un foso de serrín en el que exhibir la agilidad y precisión de sus movimientos.

El circo se anuncia con cartelones que muestran el rostro de un payaso de narizota roja o el rugido temible de un león. Y aunque los números con fieras son siempre muy limitados porque los animales amaestrados dan poco de sí, la presencia de las jaulas, de los pasillos de metal, de las balas de heno y hasta de las boñigas de elefante confieren a este espectáculo un encanto especial que habla de tierras lejanas, de mundos en los que aún es posible encontrar un tigre, un oso, un caimán…

Sin embargo, el afán reglamentarista amenaza con la pervivencia del circo. Al menos del circo que hemos soñado de niños, el de los domadores con látigo restallante, el de las colleras de corceles con penachos sobre la testa, el de perritos sabios y bellísimos leones blancos. Los legisladores italianos, por ejemplo, sólo quieren acróbatas, lanzadores de puñales, saltimbanquis y magos. Dicen que hay que proteger a los animales. Dicen que es indigno que un tigre, que un león, viaje de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, dentro de un jaulón. Dicen que las fieras no han nacido para el espectáculo, que los leones marinos no tienen otro lugar que el mar, como si les envileciera aplaudir con sus patas transformadas en aletas o sostener una pelota de colores sobre el hocico.

Es bueno poder garantizar a los animales una vida digna. Digna de animal, quiero decir. Un felino o un herbívoro cualquiera necesita cierto espacio, vacunas, una alimentación equilibrada, una cartilla para entrar y salir, seguimiento veterinario… Sin embargo, dudo que nadie cuide mejor a un animal salvaje enjaulado que su propio domador, porque la fiera es su medio de vida, su sustento, y la experiencia le dice que es posible no solo asegurarle una vida larga y placentera, sino que llegue a disfrutar de los números, del espectáculo y hasta necesitar del aplauso del público. En su mayoría, han nacido en el circo de animales que ya vivían y actuaban en el circo. Y en los circos los han cuidado para hacer de su existencia un servicio de entretenimiento que despierta la admiración de quienes se tienen que contentar con la compañía de un gato en el hogar, una mascota que ni siquiera responde a las carantoñas de sus amos con la disciplina y el encanto con el que estas fieras obedecen los llamados de quienes les han amaestrado.

El circo siempre ha tenido algo de ácrata. No se asienta en ningún lugar, no pertenece a ninguna localidad, no llega a formar parte del paisaje. Tal y como viene, un día se va. Dejémosle seguir alzando sus mástiles, vocear con arrobo sus atracciones, presumir de la belleza y ferocidad de sus animales.
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