27 abr 2009

Vivimos sujetos al tiempo, este río constante que se va llevando nuestra existencia a la vez que anuncia las aguas que vendrán más adelante. Vivimos sujetos al tiempo, al devenir de las cosas, al continuo gastarnos…

No es fácil saber vivir en el tiempo. No es fácil trazarse una meta y luchar a brazo partido hasta culminarla. De hecho, esta época que nos ha tocado será recordada, más bien, por las defecciones de tantos que no fueron capaces de cumplir su palabra.

Antiguamente a quien cambiaba de partido, de voto, se le llamaba “chaquetero”. Hoy hemos convertido la chaqueta de quita y pon una virtud. ¡Qué engaño! No soportamos los compromisos. Los rompemos con una facilidad simplona. Dicen que el matrimonio es una utopía y que por eso la familia va camino del desastre. Mentira. El matrimonio es una aventura a la que hay que lanzarse con la ilusión, el conocimiento y el convencimiento de que puede culminarse y que en su culminación continuada se esconde la felicidad. Algo parecido sucede con la amistad, que sólo es auténtica cuando no la ponemos a prueba, cuando no medimos las dádivas del corazón ajeno porque nos basta con ensanchar el nuestro para que sea lo suficientemente grande para que los demás nunca lo encuentren vacío.Por eso considero que hay que celebrar los hitos de la fidelidad: Aquel matrimonio que llega a las bodas de plata, a las de oro con el alma marcada de muescas y las manos dispuestas a seguir amarradas, merece un homenaje por todo lo alto. También los amigos que cuentan su afecto por decenios y todavía se emocionan al recordar los juegos inocentes de la infancia.

Pero si hay una fidelidad necesaria ahora que el compromiso es concepto tabú, escándalo para los necios, necedad para los egoístas, es la de los hombres y mujeres que dieron un “sí” a Dios y nunca se detuvieron a exigir el “y qué hay de lo mío”. Ofrecieron su respuesta afirmativa cuando les envolvían las mieles de la juventud. Pero no renunciaron a sus sueños; todo lo contrario: los engrandecieron ante la constatación de que con aquel “sí” se convertían en la continuidad de un misterio que dio comienzo hace veinte siglos.

Don Antonio María Rouco Valera celebra sus bodas de oro sacerdotales. Porque estos cincuenta años son el reflejo de la fidelidad de un hombre de Dios en un mundo de deslealtades, considero que se merece todo tipo de homenajes. Y aunque no le conozco, estoy convencido de que el homenaje más sentido, el más auténtico, será aquel en el que renueve, en la intimidad y con la emoción de su juventud, aquel “sí” que pronunció su corazón hace ya media centuria.
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