29 may 2009

Gracias a la generosidad heroica de los argentinos, Elvira Bossana, trasunto de mi abuela materna y protagonista de la novela “La hija del ministro”, junto a sus padres, sus hermanas y algún sobrino de muy corta edad, pudo abandonar Madrid, ciudad de odios cainitas desde la proclamación de la II República. Y fue en el puerto de Alicante donde la familia Bossana (faltaban unos cuantos miembros, repartidos entre las fosas comunes y las trincheras del ejército sublevado) consiguió embarcarse en el torpedero Tucumán, barco que en mi casa siempre despertó admiración y agradecimiento, ya que de aquel suelo flotante surgió la garantía de que todos los descendientes de mi abuela (trasunto de Elvira Bossana) llegaríamos a disfrutar del sol.

Durante el tiempo que he empleado en esta aventura literaria, no he salido de mi asombro al considerar los horrores de aquella guerra. Elvira Bossana, durante la flor de su juventud, se vio empujada por los acontecimientos a la primera línea de una España en la que se gestó una de las más dramáticas persecuciones religiosas de toda la Historia. Sus ojos adolescentes fueron testigo de desapariciones, juicios sumarísimos y asesinatos justificados por la causa revolucionaria. Su propia vivienda fue asaltada mientras su padre purgaba en una checa el delito de mantenerse fiel al Rey. Aquella vivienda, que fue hogar feliz para doce hijos, convirtió sus salones y habitáculos en oscuros cuartos de tortura.

Me he preguntado muchas veces qué se necesita para que un país caiga por el tobogán aciago de un enfrentamiento sin cuartel entre personas que, hasta hace bien poco, se respetaban y hasta manifestaban el aprecio de compartir historia, suelo y bandera. Los hechos me responden que es demasiado fácil empujar las pasiones del hombre: basta la irresponsabilidad de quienes nos gobiernan o de quienes ejercen la oposición, para transformar el impulso común con el que pretendemos que la sociedad avance en un odio hacia quienes se estigmatiza con proverbial capricho. En el caso de la España de los años treinta, aquel estigma cayó sobre la Iglesia católica. Fue como si algunos republicanos necesitaran de un monstruo. Por eso ardieron con saña tantos templos. Por eso, el martirologio se multiplicó con miles de hombres y mujeres que ofrecieron el perdón como respuesta a tales agravios.

Todo gobierno precisa conocer los resortes de la naturaleza humana. Y la Historia, en este sentido, es la mejor maestra. Nadie puede jugar con los sentimientos básicos de la gente. Patria, libertad, vida y familia son realidades delicadas, con las que no conviene hacer experimentos de alquimia.
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