1 may 2009

Una misma ciudad tiene distintos paisajes, dependiendo del lugar desde dónde se contemple. En Madrid, que es la mía, han levantado cuatro torres de arquitectura vanguardista que han cambiado, de sopetón, la línea más o menos horizontal de la urbe. Desde en norte, la capital de España parece atada a esos cuatro nuevos mástiles, que con una tensión que a veces cubren las nubes parecen dirigir el rumbo de sus más de cuatro millones de habitantes.

A veces bastan cuatro detalles, cuatro rascacielos, para que una ciudad que era conocida más por el tipismo de su buen vivir, comience a competir con esas metrópolis que parecen diseñadas para una nueva edición de Blade Runner. Y no sé si casa tomarse unas tapas -el divino aperitivo- con trabajar en la planta ochenta y ocho, a más de trescientos metros de distancia del suelo y subiendo, de un edificio que parece un bucle que cae desde el firmamento. Además, una vez arriba, el paisaje confunde, porque acostumbrados a mirar desde el asfalto tenemos que aprender a ubicar los lugares desde el mismo lugar donde los ángeles nos vigilan.En Nueva York, metrópoli en la que la arquitectura del rascacielos es la idiosincrasia propia de Manhatan desde los años veinte de la pasada centuria, da gusto trepar hasta lo alto de la antena del edificio Chrysler y asomarse al vacío con en pálpito del mismo King Kong. Desde la picota se domina con perfección milimétrica el diseño de las avenidas que bajan hacia el sur de la isla y las que están trazadas hacia los puentes que la unen al continente. Además, casi a golpe de mano, te rodean los miles de ventanales de otros rascacielos históricos que esconden su belleza retro a los viandantes para reservársela a los helicópteros, los alpinistas, los gorilas gigantes del celuloide y los turistas curiosos.

En Madrid, sin embargo, la sensación es bien distinta: al norte, los encinares y la sierra azul que tan bien plasmara Berruguete en sus lienzos. Al noreste, los polígonos industriales que rozan los barrios de lujo y los PAU (¡horrible acrónimo!) que suenan a chicharra y desguace (San Chinarro, Las Tablas…). Al Sur, el paseo de la Castellana como única arteria por la que bajan las venas de una ciudad que, hasta hace bien poco, fue un pueblo grande, una localidad de barrios y verbenas cuyos vecinos chuleaban con rutilancia castiza a los del barrio de al lado. Lavapiés, Latina, Tetuán de las Victorias, Chamberí, Hortaleza, Centro, Guindalera, Vallecas…, parecen bien lejanos a Soho, Tribeca, Chinatown, Little Italy…, por más que nos caiga en suerte o en desgracia un alcalde empeñado en convertir capital tan manchega en un queso gruyere internacional, castigando a sus sufridos ciudadanos a una sucesión interminable de obras faraónicas que nunca acaban antes de tres o cuatro años.

Pero empezaba este artículo explicando que una ciudad tiene distintos paisajes, dependiendo del lugar desde el que se contemple. No es lo mismo vivir Madrid entre los andamios, las escavadoras, los martillos hidráulicos y los operarios que han tomado la calle Serrano -llevando a la ruina a las principales tiendas de la capital- que padecerla en el interior de un automóvil o disfrutarla sobre una moto o el sillín de una bicicleta. Madrid, por continuar con mi ejemplo, es una ciudad agradable para pasear a lo largo y ancho de sus pulmones verdes –el parque del Retiro, el del Oeste, la Casa de Campo…-, incluso una ciudad maravillosa cuando se pisa el mármol de sus mejores museos. Todo depende de la altura de miras, de la posibilidad de nuestro tiempo, de las inquietudes que manejan nuestra curiosidad.
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