5 jun 2009

Cuando este artículo vea la luz, estarán a punto de celebrarse unas nuevas elecciones, esta vez al parlamento europeo, un ente lejano pero necesario (nos dicen), con el que los grandes partidos premian la fidelidad de los suyos a costa de nuestra papeleta. En unas semanas los nuevos europarlamentarios (¡cómo viste el cargo en una tarjeta de visita!) se verán agasajados con sueldo, viajes y dietas que para nos quisiéramos los demás mortales. Es el juego de la democracia, dejémoslo estar, y un respiro si consideramos que en breve ya no se volverán a escuchar más frases de mitin… ¡hasta la siguiente elección! Porque la vida en los países occidentales se ha convertido en un juego de la oca, de urna en urna, de voto en voto. Cada dos por tres, la administración nos pone a los ciudadanos en la tesitura de la confianza, es decir, de tener que significarnos frente a unos colores y unas siglas que cada vez parecen representarse más a sí mismas y menos a nuestros intereses, por lo que no es extraño que quienes aún ejercemos este singular derecho nos acerquemos al colegio electoral con el sobre tomado por dos dedos y la otra mano pinzándonos la nariz: elegimos a unos tipos para que nos dejen trabajar en paz y libertad, con la seguridad de que se van a dedicar a facilitar las relaciones sexuales de nuestros niños (qué obsesión con el coito) y a viajar de gorra para inaugurar muchas cosas.Habrán notado que estoy hasta el gorro, que no puedo más de los unos ni de los otros, que se me ha chamuscado la ilusión política. Me siento harto de tonterías, de amenazas apocalípticas, de generalidades estúpidas sobre los votantes a tal o cual grupo político. El sistema democrático que a todos ampara, se está engolfando en un curioso método de continua descalificación, en una peligrosa pelea de bandas, en una exclusión infantil hacia el que piensa y actúa de forma diferente a la que dicta quien maneja los tentáculos del poder.

Ustedes, como quien firma estas líneas, se despiertan con el único afán de sacar adelante a su familia, de mejorar en lo posible este país, incluso esa realidad desdibujada que llamamos Europa y que ya no sabe dónde tiene sus límites por el oriente. Pero quien nos gobierna –quien gobierna el país, la comunidad autónoma, la diputación, el ayuntamiento…- no parece advertir que nuestros desvelos tienen cara y ojos (los de nuestros hijos y vecinos), pues se gasta el presupuesto y hasta la voz en arengarnos sobre lo malo que es el contrario, como si vivir en sociedad fuese algo así como echar un partido de fútbol a cara de perro, y lo maravilloso que es el paraíso mundano de sus siglas políticas.
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