17 jul 2009

Mi mujer y mis hijos se fueron a la costa hace un par de semanas, alejándose del ambiente viciado de una ciudad que se quema al sol de julio. Yo, claro, estoy de Rodríguez. Es decir, de amo y señor de mi casa, una casa vacía en la que ni siquiera se adivinan las risas, las carreras y los llantos que los pequeños regalan a todas horas. Una casa en la que me falta mi mujer, que es el corazón de todo hogar. Y voy de mi mesa de despacho al dormitorio, del dormitorio a la cocina, de la cocina a mi mesa de despacho… como los felinos enjaulados, que gastan el perímetro de su prisión de tanto buscar una salida.

No es que la casa se me caiga encima. Aprovecho estas últimas semanas del mes para acelerar mi trabajo con el fin de disfrutar de un agosto sin otras cargas que las demandadas por mi familia. Sin embargo, soy un mal Rodríguez. Para cocer un poco de arroz, utilizo dos y hasta tres cacerolas. Y la ropa usada se va acumulando en la cesta, a la espera de unas manos invisibles que la lleven a la lavadora. Por no hablar de mi cama, hecha cada día “a la francesa” (un tirón enérgico de la punta de la sábana antes de dar el ejercicio por concluido).La vida eremítica del Rodríguez consigue que terminemos por sacar nuestros gestos de plantígrados, esto es: beber el agua directamente de la botella, comer reiterativamente productos de conserva, construir con los platos sucios una peligrosa montaña de loza… Nuestra negación masculina para la soledad ya se contó en el Génesis, es decir, en el comienzo de la Historia. Incluso permitimos que Dios nos arrancara una costilla para modelar a nuestra compañera. Y los Evangelios hablan también de la rotundidad con la que Jesús definió y defendió la ligazón matrimonial. La compañía, el matrimonio es, por tanto, no sólo necesario para la perpetuación de la especie sino muy saludable, especialmente para el hombre.

En ocasiones, sobre todo cuando uno se encuentra hastiado del curso, deseo estos días de pretendida paz, en los que la ausencia de mi esposa y de mis hijos me permite escribir sin freno, dibujar y pintar a mi gusto, escuchar música y ver la tele con los pies encima de la mesa. Pero me bastan unas horas de estas licencias para echar de menos las órdenes de la que maneja la intendencia, la jarana de los niños, los llantos, los ladridos del perro y el maullar infantil de nuestro gato gris.
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