3 jul 2009

Menos mal que llegó el verano. Porque en verano solemos dar portazo a las preocupaciones, como los malos estudiantes, que esperan sesteando a las calabazas de septiembre. Nuestras calabazas están marcadas por la dichosa crisis. Pero es verano y debemos aparcarlas, atrincherarlas en el armario de las cosas pendientes, junto a los jerséis y las gabardinas salpicadas de alcanfor. Por fin estamos en época del asueto y tenemos que hacer lo posible para olvidarnos de los problemas, por más que sigan junto a nosotros. Así que disimulemos, como si no los conociéramos, como si no tuvieran que ver con nosotros, por más que no nos abandone la trémula sensación de que nos vigilan, de que la hipoteca, las letras y el final de nuestra prestación por desempleo se han colocado unos binoculares para seguir cada uno de nuestros pasos en pareo y chancletas. Sabemos que llegará septiembre y que entonces se lanzarán sobre nuestro pecho como si fueran mastines que han soportado el encierro de cuatro semanas. Nos pondrán sus patazas sucias encima y nos derribarán, pero el verano nos habrá disipado los miedos, habrá lanzado su sortilegio que nos da fuerza para enfrentarnos al otoño y a los primeros fríos, con la seguridad de que podremos sacar adelante este país que naufraga.Mientras tanto, nos queda el verano, digo, este verano en concreto, por más que nos resulte un verano distinto en el que no tenemos para pagar el hotelito ni para el alquiler del apartamento en primera línea del mar. ¡Qué más da! El hombre logra sobreponerse a las adversidades: nada de malas caras. Debemos inventarnos nuestra propia playa, cubrir con arena las losas de la terraza, tapar la vista urbana del edificio de enfrente con un parasol de cartón, de esos que reparte la publicidad para que mantengamos el salpicadero del coche siempre en sombra. Los hay con fotografías de atolones paradisíacos. La palmera de photoshop nos hará creernos bajo los cocoteros de Malindi. ¿Y el rumor de las olas? Basta colocarse un tarro vacío junto al oído. Nos llegará el eco glorioso del mar, de un mar al que además podemos darle nombre: el mar de Ciudad Real, el océano de Móstoles…

Este verano pasará a la posteridad por la cantidad de familias que lograrán sacarle la lengua a los miedos para recrear un viaje inolvidable: ese que nos lleva desde la nevera a la azotea que cumple funciones de solarium; aquel que convierte la bañera en una piscina olímpica; el otro que transfigura el congelador del hogar en una fábrica de helados: basta teñir la cubitera con un poco de zumo o deshacer el hielo con la imaginación cosida al paladar. ¡Eso es! El trópico en casa, con los niños surtidos de manguitos y flotadores para nadar por el salón, una cala sin peligro de ahogos. ¡Cómo bucean! ¡Cuánto disfrutan! Y sin necesidad de pagar a un bañista que les vigile, que nos vigile a todos. Sin mordeduras de peces diablo ni escoceduras de medusa.

Dicen que los restaurantes van a quedarse medio vacíos durante las próximas vacaciones, que los festivales de música apenas contarán con público y los parques acuáticos permanecerán lustrosos de cemento. Será que los agoreros no se han asomado a nuestras viviendas, que no han querido ver la fiesta que se organiza en nuestro piso, el de siempre, el que todavía está sin pagar. En el balcón, la barbacoa echa humo, pescadito va, pescadito viene (la sardina y el jurel son sanos y baratos). Y el CD venga a dar vueltas. Y baile, mucho baile. Y manguerazos de agua fría… Que los problemas están guardados bajo cuatro cerrojos en el armario del otoño. Mientras tanto, ¡a disfrutar!
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