3 ene 2010

En una de mis novelas, “La sangre del pelícano”, dibujé la caricatura de un nigromante, una suerte de adivino con poderes curativos que pretendía poner en jaque dos mil años de Iglesia y la gracia del Espíritu Santo con sus espectáculos multitudinarios de luz y sanación, a los que se rinde hasta el presidente de la República de Francia, cuna del racionalismo. De hecho, el nuevo siglo ha comenzado seducido por las supersticiones y el lenguaje vacuo de un new age teñido con la sangre de las leyes que fraguan la cultura de la muerte.

Mira tú por dónde, en esta España convertida en la fábula de las maravillas tenemos al representante de la cosa soltando carrete en la Cumbre de Copenague, presto a salvar al mundo de las fuerzas desaprensiva de los huracanes. Porque la tierra es del viento, señores, y el aborto, el divorcio exprés, la educación para la ciudadanía, la orgía de la píldora del día después y el matrimonio homosexual la charanga con la que alegramos la ruina económica. Zapatero es una brisa susurrante, un airecillo bonachón…, o una pedorreta que provoca sonrojo por su cursilería redomada y ese afán por alentar el hundimiento moral de un país que por fin parece avergonzarse de haber caído en el hipnotismo de este pitoniso, hacedor de frases que no se merecen ni las canciones de Karina en sus horas más bajas, muñidor de leyes que pretenden descomponer lo que a los españoles aún nos queda de humanos mientras el mundo le escucha con incredulidad en los foros internacionales.

Puede que nuestro presidente viva persuadido de su destino marcado en las estrellas (bien podría él haber firmado esta sentencia), que se crea a pies juntillas que sobre su cabeza se cumplen los augures de un mesianismo laicista. Es el nuevo profeta, el profeta de la nada, a quien Sonsoles pone “El Mesías” de Häendel en uno de los salones de la Moncola y concluye, con grandilocuencia presidencial, que el compositor barroco escribió su sinfonía adivinando una ceja angulosa que abriría los pasos de una nueva humanidad.
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