9 ene 2010

Viven ajenos al mundo, embutidos en una banda sonora constante, insensibles al ruido de la gran ciudad, al del tráfico, a las conversaciones en el autobús y en el metro. Apenas se despiertan, atrapan el aparatito que dejaron cargando por la noche, se colocan los cascos, seleccionan la ristra de temas y le dan al “play” antes de tomarse el café o los cereales bajo los ritmos atronadores de cualquier melodía moderna.

Con música se visten y con música estiran las sábanas de la cama. Con música salen de casa, ajenos al saludo de la portera y al ladrido del perro faldero al que acaban de dar un pisotón. Con música se dirigen a la parada del transporte público sin dedicar ni un brevísimo “buenos días” a los pasajeros con los que todas las mañanas recorren parte de la urbe. Esa misma música les impide saludar al revisor, al conductor, al bedel del instituto, de la facultad o del trabajo. El sonido melodioso les ha abducido a una suerte de “El show de Truman” que en vez de cámaras tiene altavoces omnipresentes, un tema tras otro, sin solución de continuidad, una pesadilla orwelliana en la que los hombres entregan su capacidad de pensar, su raciocinio, a una espiral de canciones que, en muchas ocasiones, ni siquiera el sueño pone freno, ya que son muchos los que duermen con los auriculares puestos, confundiendo la etapa REM con una balada o con el aporreo frenético de una batería.Dicen que la crisis de la industria de la música hunde sus raíces en las descargas ilegales en Internet. Pienso que es peor el soporte que guarda, clasifica y ofrece esos archivos sonoros. Del I-pod al MP3, del MP3 al MP4 y tiro porque me toca hasta que todos tengamos la biblioteca infinita de la historia del ruido, incluidas las jotas con las que se inauguró aquella vetusta Televisión del Paseo de la Habana. Es el precio de la era de la información, en la que hemos cedido la selección –el criterio más importante para ser auténticamente libre- a cambio del contenido en masa, de almacenar lo bueno y lo horrible sin ningún criterio estético, de coleccionar todas y cada una de las combinaciones posibles de las notas musicales, hasta que estallemos en un bombazo de corcheas.

Ni siquiera Dickens, maestro en la descripción de los males de la sociedad industrial, la prehistoria de las grandes ciudades, llegó a imaginarse la soledad acompañada de este principio de milenio. Los escenarios de sus grandes novelas presentan un mundo apestoso y deshumanizado en el que, sin embargo, hasta los personajes tristes, esas sombras de humanidad, encuentran el refugio de un tugurio, de un orfanato, de una pensión, para llorarse las penas mutuamente. En sus callejones velados de niebla y vapor de col hay un resquicio para la amistad y, por tanto, para la esperanza. Y es que sus niños, a los que las circunstancias empujaban a una maduración acelerada, compartían sus desgracias y el anhelo de un mañana mejor. Y cantaban -¡claro que cantaban!- unidos en melodías de taberna, sonsonetes infantiles y ecos de marineros, nada que ver con esos marcianos que van de acá para allá sin siquiera tararear lo que les colma los oídos, la cabeza, escuchadores pasivos de una caterva capaz de taladrar la masa gris del más pintado.

La lluvia omnipresente de música, la multiplicación exponencial de una canción tras otra, la costumbre de prescindir de los demás en el disfrute del placer sonoro, la adaptación de los reproductores electrónicos y de los cascos a todas y cada una de las actividades habituales unida a la posibilidad de vivir sin intercambiar apenas palabras con nuestros semejantes, están configurando una nueva sociedad en la que el hombre, en efecto, se convierte en esclavo de la máquina, en un consumidor compulsivo de sonidos que le aíslan como al náufrago en un océano de gente.
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