16 ene 2010

He dedicado los primeros días del año a repasar algunos dominicales de la prensa diaria. Es curioso como estas revistas, que pretenden durarnos toda la semana, cuando hacen balance de los doce meses que terminan tiran de la hemeroteca de obituarios para recordar las figuras más o menos egregias que nos han dejado, de tal modo que se transforman sus páginas en una suerte de cementerio de hombres y mujeres ilustres, repleto de bondades sobre lo que unos y otros hicieron.

En un mismo dominical de la última semana de diciembre comparten panegírico cantantes, escritores, músicos, santones, pecadores públicos, aristócratas, menesterosos, mitrados y deportistas, como si fuera un homenaje a las “Coplas a la muerte de mi padre” de Jorge Manrique o a los lienzos turbios de Valdés Leal, que nos recuerdan que ningún mortal, por muchos brillos que le acompañen, se librará del fielato de la parca y de todo lo que le acompaña: podredumbre, soledad, silencio, gusanos…, por más que en estas últimas décadas pretendamos darle un toque más aséptico y proliferen las ceremonias de cremación.La muerte, en ocasiones, me despierta una sonrisa. Por ejemplo, cuando uno se la imagina, implacable, proyectando su sombra sobre tantos hombres y mujeres pagados de sí mismos (puede que hasta sobre el menda que esto escribe), con el convencimiento de que el cementerio –hoy más que nunca- está repleto de fortunas, de programas del corazón, de infidelidades, de enfermos del trabajo, de vanidosos, etc.

En un mundo que pasa como de puntillas ante la realidad de que la vida es breve, muy breve, y de que su final resulta todo menos bonito, agradezco el guiño fúnebre de los dominicales, la constatación de que veinticinco, cincuenta, sesenta y tres, setenta y ocho, ochenta y dos o noventa y cinco son pocos, muy pocos años cuando las expectativas vitales se cifran en el dinero, el placer, el poder o la salud. De igual modo, la existencia de los hombres pierde todo su encanto si apenas cabe en dos columnas de la página par de un suplemento, que para eso mejor descansar entre cipreses anónimos, junto a la caridad de algún ser querido que, de cuando en cuando, interceda por nosotros con una oración.
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