4 jun 2010

La interpretación de la Historia también necesita de la ayuda de la psicología. De hecho, me viene a la memoria uno de los best sellers de esta rama de las Ciencias, titulado “Tus zonas erróneas”. En sus páginas, el norteamericano Wayne W. Dyer va diseccionando aquellas conductas que nos hacen daño por partir de principios equivocados. Una de las más comunes es la de tomar la parte por el todo, es decir, la de reducir las inmensas capacidades de nuestra vida a causa de un juicio inexacto de la realidad, más bien parcial, por el que nos obligamos a contemplar nuestra situación con una suerte de gafas ralladas o en las que la mayor parte de las lentes que usamos están turbias. Este tipo de comportamiento suele ser propio de la gente pesimista, aquella que ve siempre el lado oscuro de cada día, lo negativo del prójimo, las limitaciones frente a las virtudes. Y, como decía, puede aplicarse también al análisis de la Historia. Es más, buena parte de los historiadores contemporáneos han caído en el vicio de “tomar la parte por el todo” a la hora de enfrentarse a pasajes claves de la humanidad. Tal es el caso del descubrimiento y conquista de América por parte de los españoles.El hombre vive en una continua contradicción. Los teólogos lo achacan a la naturaleza herida por el pecado original, es decir, a nuestra tendencia natural al mal, a la debilidad o al imperio de las pasiones. Los escritores preferimos explicarlo apoyándonos en lo poliédrica de la personalidad del individuo, capaz de generar los actos más heroicos junto a los más viles, materia que sostiene el esqueleto de todas las novelas y en la que también se transparenta nuestra libertad. En aquella gesta capitaneada por Cristóbal Colón, sucedió un tanto de lo mismo: en las tres carabelas viajaban hombres poliédricos, a los que después se sumaron otros hombres de personalidad rica y cambiante (marineros, soldados, aventureros, buscadores de fortuna, clérigos, ganapanes, ilustrados, religiosos…), dando pie a todo tipo de situaciones durante la travesía y en el Nuevo Mundo.

Hasta la independencia de los virreinatos, la Historia en América se escribió con la sangre de los adalides de la fe y la espada. Lograron conducir pueblos decadentes a la grandeza de la civilización occidental: para los restos jalonaron selvas, desiertos, páramos, costas, sierras y llanos con misiones, ciudades, universidades, hospitales y fortificaciones. Por si fuera poco, aquellos audaces generalizaron su idioma frente a las lenguas tribales y mezclaron su sangre con la de los indígenas, hasta lograr una nueva y floreciente raza: la de los mestizos (en la que caben todo tipo de combinaciones, engrandecidas una vez llegaron los primeros esclavos de color), que no dudaron aportar al arte todos los matices de sus orígenes ancestrales.

Después de la independencia, fue cuajando una visión completamente distinta: España, al igual que otros imperios coloniales, hizo de América una despensa. No sólo se llevó el oro y otros tesoros naturales, sino que esquilmó a la población nativa, imponiendo a la fuerza una fe y una cultura antagónica con las creencias y los modos tradicionales de “el buen indígena”, imagen simplona que se impuso desde los salones de la Francia ilustrada. La metrópoli se aprovechó de aquel continente floreciente, arrancando de cuajo cualquier posibilidad de libertad, causa por la que hoy, en pleno siglo XXI, los países americanos siguen doblegados por la pobreza, la incultura y la corrupción a pesar de la calidad de sus materias primas.

Como novelista, no me sirven una visión ni otra, por más que no pueda dejar de admirar el valor de aquellos antepasados que se hicieron al Océano con tan pocos medios, dispuestos a llegar a las Indias por una ruta marítima desconocida pero más corta que la tradicional de las especias. En el siglo XV, tamaña empresa conllevaba serios y ciertos peligros, desde el escorbuto que entregaba tantos cadáveres a los peces, a las tormentas capaces de tronzar en dos las embarcaciones o el riesgo de toparse con piratas o con anfitriones poco amigables. Y a pesar de mi ánimo desapasionado, no puedo ocultar que el balance final de la conquista de aquella tierra inesperada fue positivo, a pesar de los pesares (abusos, desmanes, robos, enfermedades, violaciones y toda suerte de bellaquerías por quienes llegaban de la vieja Europa). No en vano, no existió entre aquella población india un líder capaz de conducir, por si solo, a su pueblo hacia el progreso que había alcanzado el mundo renacentista, ya que se encontraban a años luz de los avances del hombre blanco respecto a cualquier conocimiento (empezando por la dignidad del individuo, sus derechos y obligaciones).

Los relatos de aquellos viajes nos dan a conocer que los conquistadores fueron, en muchas ocasiones, testigos de que lo que después se llamó “el mito del buen salvaje” no se sostenía ante lo habitual de prácticas inhumanas, los sacrificios o la brujería. Y no es este parecer maniqueísmo, ya que, de igual manera, aquellos que se asentaron en esas tierras ignotas pudieron beneficiarse de la bondad natural de sus moradores, especialmente cuando agregaron a su descendencia la sangre de sus primitivos habitantes.

La existencia del hombre, repito, es una gran contradicción. Llevamos muchos siglos dedicados a la caza de nuestro semejante, entregados a la expansión territorial y a un vacuo acumular de riquezas. Pero, a la vez, los ojos de todas las generaciones han admirado las obras buenas, muchas veces gratuitas, de sus coetáneos. También en América, muy en especial en la América donde arraigó primero la cruz que la espada, testigo de la abnegación de millares de hombres y mujeres que se dejaron la piel por los demás sin pedir nada a cambio, que ofrecieron su salud por transmitir un mensaje que antes había humanizado Europa, y al que se adaptaron –como ocurrió en el viejo Continente con lo mejor de la cultura grecolatina- muchos de los signos y los modos de aquellos pueblos.

La interpretación de la Historia también necesita de la psicología porque es fácil dejarse llevar por los errores que señala Wayne W. Dyer en su libro. A través de unos cristales distorsionados toda épica se convierte fácilmente en una vileza, y de su relato acabamos por eliminar hasta el último suceso constructivo y ejemplar, con tal de abjurar de todo aquello que a nuestros mayores provocaba un sano orgullo y que a nosotros, mire usted por donde, nos mueve al rubor y la vergüenza.

En este comienzo del siglo XXI, un populismo de izquierda recorre el espinazo del Continente con el firme propósito de continuar la tarea de aquellos que se alzaron en su momento contra España, ayudados en muchos casos por el dinero, la ideología y hasta la soldadesca de otras naciones europeas. Con argumentaciones de calado marxista (hay que encontrar un enemigo muerto al que achacar los males del presente), exigen la marcha atrás, ningunear la Historia, volverla a escribir según fábulas indigenistas, y reclaman los hábitos y hasta las creencias de aquellos pueblos primitivos a quienes el descubrimiento permitió dar un salto inmenso sobre los siglos. Este populismo, mucho más peligroso de lo que aparenta en su color y folklore, toma “la parte por el todo”, deteniéndose en los episodios vergonzosos que por desgracia tiene toda conquista y repudiando los hitos que sanearon una prehistoria de tribus enfrentadas, de clanes despóticos, de civilizaciones ahogadas por su incapacidad para progresar.
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