3 sept 2010

He finalizado “Cuando fui skin” (Planeta Testimonio), el escalofriante relato en el que Asís Arana novela la experiencia vital de Pablo, que por Gracia de Dios experimentó la fuerza de la misericordia, hasta el punto de cambiar muchos años en los que estuvo hundido en el pozo de la violencia fascista por el perdón y el descubrimiento de que había nacido con la vocación divina del sacerdocio. Sin embargo, de este libro que podría quedarse en el folclórico paisaje de una existencia singularísima que roza lo inverosímil, me quedo con el autor, el ya nombrado Arana, pues queriendo o sin querer hace de su propia intervención en su ópera prima todo un viaje a la cultura de hoy, que no es otra que la del individualismo descreído. Y no se lo echo en cara, pues de alguna manera yo también participo –para mal- de esta forma de vivir, de pensar, en la que lo importante no son los demás (nuestra familia, nuestros amigos, nuestro vecindario, nuestro entorno…), con los que hacer frente común a las dificultades que presentan los días, como siempre ha sido costumbre (podríamos utilizar la imagen del pueblo que se une como una piña cuando el campanario toca a rebato a causa de un incendio, de una inundación, de un ataque del enemigo…), sino que se trata de una cultura en la que lo importante es uno mismo y su escepticismo, su descreimiento, su desapego, su desesperanza.Son las últimas páginas de la novela las que de verdad me han subyugado, porque Arana no se viste con ningún disfraz: Pablo ha terminado de contarnos su proceso de cambio imposible y se muestra dispuesto a cargar con el peso de su violencia pasada, de todo el mal que ha hecho. Y le pide al autor, al propio Asís, una reacción. Entonces comienzan los ”sí pero no…”, los “es que ya sabes que los jóvenes de hoy…”, es decir, las mil sinrazones para no mirar a Cristo a la cara por miedo a que también tenga para nosotros una misión. Y ha sido entonces cuando he sentido ganas de saltar al interior del libro para abrazar al escritor y susurrarle, a pesar de todos mis pesares, aquel “no tengáis miedo” que tomo prestado una vez más.
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