3 sept 2010

Internet es un gran mercado: todo está en venta, todo se puede comprar. Una prima de mi mujer comenzó a curiosear ante el ordenador. Que si unos platos, que si unas tazas de café… Le resultaba maravilloso sentarse y descubrir que se le abrían todas las posibilidades del mercado internacional. Así, comenzaron a llegar a su casa unas gafas de sol de los Estados Unidos, un transistor manufacturado en Taiwán, unos zapatos directos desde Italia, unos juguetes suecos… Pero su marido decidió romper aquella magia, que había calcinado la tarjeta de crédito, la tarde que sonó el timbre de la puerta y, al abrirla, se topó con un mensajero que traía una voluminosa caja de cartón a nombre de su esposa. En su interior descubrió que, empujada por la ansiedad de aquella tienda virtual sin límites, su media naranja había terminado por adquirir unos guantes de boxeo de toda ley. Y para que le sirviera de lección, arrumbó en el trastero la colección completa de inutilidades que, a lo largo de los meses, habían ido llegando hasta su casa desde todos los rincones del planeta. Con aquel muestrario, sin duda, podían haber inaugurado un comercio.Al conocer la historieta de los guantes de boxeo, durante unos años me he mostrado distante frente a los mercados de segunda mano, las subastas y los artículos sin estrenar a los que uno llega con solo apretar un “clic”. Además, aquellas páginas web que exigen un registro previo no terminan de darme la suficiente confianza como para deslizarme por sus múltiples posibilidades, por no hablar del peligro que significa teclear “maquinillas de afeitar” con la sensación de que, tres horas después, uno puede continuar hipnotizado frente a la pantalla a la busca y captura de lo más peregrino, guantes de boxeo incluidos. Sin embargo, algunas de mis aficiones terminaron por empujarme al infinito de las compras online: que si unos pinceles de acuarela, que si un álbum descatalogado en alguna colección de cómics, que si una rareza de Tintín (las piezas decorativas del joven reportero del flequillo disparado son una de mis perdiciones), que si unas gubias y un mazo para tallar madera, que si algún utensilio para el mantenimiento de las mascotas que tenemos en casa, que si…

El asunto es que el internet-shopping me han servido no solo para descubrir la selva inmensa de artículos que pueden llegar a ponerse en circulación, sino los muy distintos intereses que tenemos hombres y mujeres, salvo la prima de mi esposa, se entiende, ya que después de los nombrados guantes sólo le faltó hacerse con una pecera para pulpos. En el caso de mi matrimonio, mientras yo busco singularidades que carecen de otro fin más allá de mi esparcimiento, es mi mujer la que de cuando en cuando se sienta frente a la computadora dispuesta a sacarle claros beneficios a la red. En primer lugar, es capaz –como millones de amas de casa en esta era de las comunicaciones tecnológicas- de llenar la nevera y la despensa mediante gráciles movimientos de ratón. Como por arte de magia, unas horas después aparece una furgoneta del ultramarino repleta de cajas y bolsas en las que ella ha tenido el detalle de adjuntar, incluso, esos cereales para el desayuno que son mi debilidad. Además, el sentido práctico propio del otro sexo le ayuda a descubrir, como quien no quiere la cosa, zapatos de ocasión para los niños, zapatos de ocasión para este sufrido escritor, zapatos de ocasión para una mujer que sabe unir, a la frágil economía familiar, su empeño en seguir las tendencias.

Cuando el servicio de correos llega a nuestra casa con algunos de sus pedidos, me doy cuenta de que lo mío no son las compras. Al abrir los embalajes descubrimos que hay artículos de primera necesidad para todos los que habitamos esta santa casa, incluso el regalo con el que celebramos mi cuarenta cumpleaños (cargado también de utilidad), mientras el menda –¡oh, que torpes somos los hombres!- sólo sabe comprar fruslerías que con el tiempo se llenan, irreparablemente, de polvo.
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