3 sept 2010

Me gusta el papel de George Clooney en “Up in the air”, película en la que interpreta a un hombre de negocios que sobrevuela una y otra vez los Estados Unidos con el encargo de despedir a los empleados de las compañías que recurren a su desagradable servicio. El reto de acumular millas aéreas logra que el elegantísimo actor supere lo patético de su puesto, demoler las esperanzas del trabajador con el huracán del despido, hasta deshumanizar uno de los momentos en los que hombres y mujeres nos sentimos más débiles y desamparados. Clooney, con sus gestos repletos de ironía, anhela convertirse en el emperador de los cielos, en el único pasajero que surque los océanos de nubes con la plenitud de haber rebasado todos los records de estancia en el aire, una memez de toda ley, con la que el director de la película nos va mostrando las costumbres del personaje en los incontables aeropuertos que pisa. Entre todas ellas, me hizo mucha gracia su manera de pasar los arcos de seguridad. Ryan Bingham, al que Clooney interpreta, viste siempre un cómodo traje al que puede soltar el cinturón sin problemas, unos zapatos sin un solo gramo de metal y un reloj que se desabrocha con habilidad al tiempo que avanza por los pasillos de la terminal de turno. Para apurar los minutos, siempre escoge aquella fila en la que hay más orientales –los asiáticos forman parte del público de casi todos los aeropuertos del mundo-, ya que los pasajeros de esta raza se caracterizan por su pragmatismo a la hora de subir a un avión, haciendo mucho más sencillo y rápido la demora bajo los detectores.En España no hay tantos orientales. Tampoco disfrutamos de muchas alternativas a la hora de elegir la puerta por la que pasaremos al exclusivo mundo de la terminal. Los pasajeros nos agolpamos, sin remisión, frente al vigilante de turno al que hay que mostrarle la tarjeta de embarque. Después llega el conocido engorro de las cajas de plástico en las que uno está obligado a depositar no sólo los objetos de metal, sino el abrigo y la americana, el ordenador fuera de su estuche y cualquier otro objeto que pueda despertar las alarmas de una más que exagerada prevención. Ante los ojos de todo el pasaje, nos abren la maleta y buscan nuestro neceser, se quedan con nuestro bote de champú, con la espuma de afeitar, con el tarro de colonia… Y por si aquello fuera poco, antes de que depositemos nuestras prendas sospechosas en la cinta de los rayos X, nos ordenan que nos descalcemos.

Sin zapatos, hombres y mujeres bajamos un grado en dignidad. La que se bamboleaba sobre los tacones de aguja con andares de gacela, parece ahora un pájaro mojado; el jefe, siempre temible y distante, muestra un hilarante tomate en el calcetín; la mujer entrada en kilos no logra sacarse las ceñidas botas de caña alta; aquella otra acaba de mostrar a la concurrencia la carrera de sus medias… Todavía es peor cuando nos piden que embuchemos los pinreles en unos ridículos escarpines, propios de carnaval.

Basta que tengamos prisa para que, a toda esa parafernalia, se sume el aullido de alarma cuando surcamos el arco. La bandeja muestra a los ojos de la autoridad que no nos queda un solo metal más del que desprendernos. “¿Será la alianza matrimonial?”, preguntas. Y entonces las ves y las deseas para sacarte el anillo después de que los dedos te hayan engordado de felicidad. Pero no, el oro es el más noble de los metales, así que el soniquete delator se debe al empaste de las muelas, a que por la noche cenaste más lentejas de la cuenta o a la posibilidad de que te hayas escondido algún arma entre las ropas. Y nuevamente, a la vista de todo el mundo, como si fueses el capitán de los Golfos Apandadores, te exigen que abras el arco de las piernas y extiendas los brazos -sin la protección de una cortina-, para que otro hombre autorizado comience a palparte entre las ropas. “Puede pasar”, te dice, y a punto estás de que se te caigan los pantalones como colofón del espectáculo.

Anuncian que pronto pasaremos por una máquina de rayos en la que apareceremos como Dios nos trajo al mundo. Para entonces, los aeropuertos se habrán convertido en el último desguace de nuestra honorabilidad. Me temo que el elegantísimo George Clooney comenzará a coleccionar kilómetros en tren.
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