10 sept 2010

Un amigo acompañó al obispo de su diócesis durante una visita de cortesía que éste realizó al campus universitario de la ciudad en la que se encontraba su sede episcopal. Se trataba de una universidad pública, sacudida por las tensiones políticas que provocan esos pocos que manejan la voluntad de los rectores pusilánimes (se transparentaba la tiranía del nacionalismo reduccionista; las boqueadas de un marxismo trasnochado; la imposición del progresismo de nuevo cuño, de alegres arco iris; unas cuantas pintadas lascivas en las puertas de los cuartos de baño y las pancartas, muchas pancartas, repletas de convocatorias para huelgas y manifestaciones, así como aquellas con amenazas, estrellas, puños y hasta serpientes).El prelado recorría los pasillos con el deseo de departir con algunos universitarios. Su vestimenta, claro está, no ocultaba su condición. Sin embargo, la mayoría de los alumnos, después de sorprenderse durante un instante (algunos incluso se asustaban, como si en vez de toparse con un hombre vestido de negro y con un crucifijo pectoral, acabaran de ver a un marciano) se daban media vuelta y proseguían sus conversaciones. Algunos, claro, le devolvieron la sonrisa y hasta se acercaron a saludarle, por más que fuesen los menos. Hasta que, de pronto, un estudiante ataviado con trazas de “okupa” se encaró frente a él para espetarle: “¿Por qué no te largas de aquí, cucaracha?”. Los colegas que le acompañaban rieron su hazaña y hasta llegaron a palmearle la espalda. No esperaba aquel chaval la reacción del obispo, que ni corto ni perezoso abrió los brazos y se adelantó para estrecharle contra su pecho al tiempo que le susurraba al oído: “Si me conocieras, llegarías a quererme”.

Mi amigo estuvo presente en la misa de acción de gracias por los años en los que el prelado había servido a los fieles de aquella diócesis, ya que el Papa acababa de nombrarle cabeza de la Iglesia en otro territorio de España. En la catedral no cabía un alfiler y en una de las naves laterales, apoyado contra un muro de carga, se encontraba un muchacho que no pudo contener las lágrimas durante algunos de los pasajes de la homilía con la que el obispo daba cuenta de los hitos de su acción pastoral. El aspecto de aquel muchacho evocaba al de los “okupas”. Mi amigo me contó que, por empeño del obispo, aquel muchacho había terminado por conocer a su Eminencia, a la que ya apreciaba como el rebaño de ovejas quiere a su pastor, de quien se fía porque en él no encuentran doblez sino seguridad ante los embates de las fieras.
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