23 oct 2010

Estoy preparando las maletas con las que realizaré un periplo por México. Al otro lado del océano hay gente paciente que desea conocer a este pequeño escritor, lo que me llena de orgullo. Con las maletas y alguna caja de novelas me dispongo a subir a un avión, aunque debo confesarles que más allá de las conferencias no hay en este viaje mayor deseo que encontrarme con la Virgen de Guadalupe, esa tilma en la que la Madre de Dios dejó impresa su imagen pocos años después de que los españoles descubriéramos aquellas tierras.

A través de los testimonios de los amigos que han visitado el cerro de Tepeyac para asomarse a los ojos rasgados y maternales de María, y gracias a las lecturas con las que he ido enriqueciendo mis conocimientos sobre la naturaleza del milagro del que se benefició Juan Diego como representante de todo un Continente, el deseo de peregrinar al santuario mexicano se me ha acrecentado hasta el punto de haberlo convertido en un destino definitivo en el viaje de mi vida.Porque la vida es un viaje y en los viajes, al fin y al cabo, no abandonamos el espíritu de asombro, que es el que logra mantenernos perennemente en la juventud a pesar de los años que van pasando. Quien deje de curiosear por el camino de los días, ha dejado perder muchas de las cualidades de las que se alimenta el alma.

A la curiosidad, ese ánimo de no contentarse con lo ya alcanzado, hay que alimentarla a través de las lecturas, de los amigos, de ese asombro con el que los hijos pisan nuestras olvidadas huellas. En los ojos de los niños, en su pestañeo que se detiene ante la apreciación de los elementos que a nosotros, por desgana, ya no nos dicen nada, se encuentra el cimiento de la vida: una hoja que cae ahora que apunta el otoño, el frío que de mañana congela la superficie de los charcos, el ladrido nocturno de un perro, el sonido de una nota de piano… Son pequeñas cosas, jirones de existencia a los que los pequeños saben buscarle las vueltas por más que los adultos sesudos -esos que sólo se preocupan por el devenir de la Bolsa- apenas reaccionen.

Parto para México con la maleta abultada por unas cuantas ropas y mucho espacio en el que deseo guardar todo aquello que me sorprenda: un acento, un color, otra manera de ver las cosas para que, cuando vuelva, satisfecho ya de haberme rendido a los pies de la Señora de Guadalupe, pueda enriquecer mis textos con los destellos de las pequeñas cosas y seguir así siendo joven, un tonto adolescente, empeñado en contagiar juventud.
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