5 nov 2010

En el santuario de la Virgen de Zapopan, en el corazón de Nueva Galicia, hay una galería destinada a los confesonarios. Allí aguardan turno los criollos y mestizos, también los indios que han caminado descalzos por una promesa y hasta la gente de piel blanca que desea completar con una petición de perdón su peregrinación a la “Generala”, la Señora esculpida en caña de maíz y a la que los indígenas encomendaron la independencia de aquellas provincias (por eso la banda militar y el bastón de mando con el que gobierna, a pesar de su diminuto tamaño). Les sorprendí bajo la bóveda sacudida por viejos terremotos, pasando las cuentas de sus rosarios de semilla, examinando sus culpas y a otros adormilados a la espera de que llegara su turno ante el tribunal divino. Una mujer, acurrucada en una esquina, amamantaba a su pequeño y en los locutorios de madera suspiraban las ancianas ante la liberación de sus pecados.

Afuera, en la plaza que se abre al templo, las bandadas de palomas volaban desde la escultura de Fray Antonio de Segovia a la de Juan Pablo II, que lleva de la mano a un pequeño charro con sombrero de ala ancha. Durante su visita a Zapopan, en 1979, sucedió algo menor y a la vez extraordinario: otra paloma, abuela de las que hoy rompen el aire con sus aleteos, escogió entre la multitud el hombro blanco del Papa para posarse, bella imagen del idilio de ese pueblo de palomas con aquel polaco.Pero hablaba de confesión, de la fuerza con la que se vive este sacramento por los rincones de México, país en el que es tan necesario el perdón. En una parroquia del Distrito Federal, los confesonarios tienen un ventanal en el que hay grabada una bella leyenda: “En los juicios humanos, se castiga al que confiesa: en el divino, se perdona”. Es una verdad sobre la que apenas había cavilado: sólo se exige la humildad de quien se declara culpable para otorgarle el perdón y olvidar. Sin embargo, después de repasar la parábola del hijo pródigo considero que Dios, además del perdón, nos otorga los más finos vestidos, un anillo lujoso y el ternero mejor cebado para celebrar una fiesta. Es decir, nos transforma de reos en herederos de pleno derecho.

La cita es de San Josemaría Escrivá, que fue un apóstol infatigable de la confesión. En las películas que recogen sus dos peregrinaciones a América (una de ellas a México), anima una y otra vez a su auditorio a descubrir la alegría del sacramento, para recibirlo con frecuencia y arrastrar a mucha gente a tribunal tan beneficioso.
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