3 dic 2010

Tenemos los ojos clavados en las cuestas que dibujan los gráficos de la Bolsa. Cuando nos dejamos vencer por el pánico, ¡a vender! Cuando confiamos en que aún nos queda algún respiro, los índices registran alzadas tímidas. Y así nos pasamos la crisis, pegados a una pantalla de variables intangibles, de números coloreados de rojo que resultan más enigmáticos que el Sancta Sanctorum velado a los ojos de los mortales.

Una pena, porque se nos escapa la oportunidad de enderezar los hábitos personales y sociales en los que estábamos engolfados, causa directa de esta montaña rusa capaz de cambiar los gobiernos del mundo. El nuestro, sin ir más lejos, al que estamos dispuestos a dar matarile cuando llega la debacle de nuestras inversiones, después de siete años impávidos ante la vileza moral con la que ZP y sus bucaneros han convertido la grandeza de nuestro país en un lupanar.No pretendo hacer demagogia, así que vuelvo a mis asuntos. A los libros, claro, que se venden menos y se leen más porque la lectura es el ocio más barato y satisfactorio. Cuando tenemos libros, claro, porque si existen países que malviven en una crisis continua, en buena medida se debe a que en ellos apenas hay novelas que echarse al coleto. Los niños venezolanos, por ejemplo, desconocen el placer de desplegar la portada de un cuento, el de pasar el dedo por el lomo de un volumen troquelado, el de dar vida a un desplegable que surge de las páginas abiertas de par en par, el de seguir las evoluciones de un personaje impreso a lo largo del tomo, el de dar voz a los monigotes de un cómic… Sin esos placeres, resulta casi imposible que después entretengan sus miedos con las infinitas posibilidades de la biblioteca del universo.

Los que entienden de conflictos populares, aseguran que la solución a la violencia que se ha enquistado en la mexicana Ciudad Juárez o en las favelas de Río de Janeiro, podría sanar si a los jóvenes de esas y otras poblaciones se les facilitara un ocio sano y creativo en el que los libros, claro, jugaran un papel insustituible. Tal vez por eso, a los tiranos les asusta más una biblioteca que una avanzadilla del ejército.

Un burrito lleva novelas y libritos infantiles por las aldeas de la sabana colombiana. Llega a través de los herbazales para realizar sus préstamos, que renueva cada quince o veinte días. Su aparición se celebra como una fiesta, un jolgorio que en nuestro mundo hemos censurado por la maldita facilidad con la que nos acostumbramos a lo bueno.
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