7 ene 2011

Aprovecho unos días de vacaciones tras el arranque de 2011 para olvidarme de presagios luctuosos acerca de nuestra economía –horror- y nuestro gobierno –horreur- gracias, una vez más, a la lectura, en la que mezclo “Vida y destino” (Vasili Grossman) con “Luz del mundo” (Peter Seewald y Benedicto XVI). No es un mal contraste: he escogido una de las más inquietantes novelas del siglo XX, que con un realismo cuasi fotográfico nos transporta a las consecuencias de un mundo regido únicamente por el afán de dominio de las ideologías sobre el hombre, y una larga entrevista con el Papa, un hombre que en su infancia y primera juventud sufrió aquel mundo sin Dios y que en la cima de su vocación se ve obligado a hablarle al mundo de hoy, que también ha rechazado lo divino para ocuparse del bienestar pasajero.
Mientras me adentro en los horrores de la batalla de Stalingrado o en las delaciones que acompañaban al stalinismo, el corazón se me encoge: ¿cómo pudo una ambición utópica hacer de la vida de millones de personas un infierno? Y aunque la comparación pueda resultar dolorosa: ¿es que nuestro individualismo no provoca también un infierno? Me lo hacen reflexionar las respuestas de Benedicto XVI a las agudísimas preguntas de Seewald. Si prescindiéramos de la esperanza, esa virtud teologal que se refiere al triunfo definitivo del Bien incluso en este marasmo de malas noticias que cada día resumen los periódicos, nuestro mundo cosido a tecnologías resultaría atenazado por el fracaso vital de millones de personas.

Las grandes ciudades son cementerios de soledad en los que se entremezclan los placeres que ofrece la vida regalada con situaciones oscuras. Nuestro egoísmo llena el corazón de la misma ponzoña que necrosó el de las víctimas y verdugos de aquellos paraísos ateos, por más que en muchas ocasiones disfracemos las heridas con una careta de sonrisa acartonada.

Lo explica muy bien Benedicto XVI, con la mansedumbre del buen profesor, sin esquivar ninguna arista, por sangrante que esta sea para la humanidad y para la Iglesia: si vivimos de espaldas a Dios, nos aniquilamos. Y a darle la espalda, por desgracia, también se dedicaron todos esos pastores que convirtieron su ministerio en otro infierno, esta vez para las víctimas de sus abusos repugnantes, por más que en el cómputo de la Iglesia frente a la humanidad desnortada brillen mucho más las luces que las sombras, y no por mérito de quienes la componemos sino por la ligazón irrompible a su Fundador, al Espíritu que la gobierna.
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