12 feb 2011

Juan Mora terminó la pasada temporada a hombros por la Puerta Grande de Las Ventas, en loor de multitudes. Está a punto de cumplir cincuenta años y, desde marzo a octubre, apenas se había vestido de luces. Los empresarios juzgaban que estaba acabado, que no le quedaba valor. En buena medida, al público le sucedía otro tanto. Juan Mora era un torero fino, de pellizco, retirado para muchos por más que no constara en las hemerotecas que hubiese hecho ningún paseíllo de despedida.

Él se preguntaba por el fruto de las cornadas que le cosen de arriba abajo, por los triunfos –medidos, como sucede con los toreros artistas- en la mayoría de los ruedos desde que, muy crío, comenzó a torear. Por si fuera poco, a la postergación profesional se sumó el fallecimiento de su padre, la persona que le metió el veneno del toro, un novillero sin suerte de la década de los cincuenta que vio cumplidos todos sus afanes la tarde que Juanito tomó la alternativa en la Real Maestranza de Sevilla, ahí es nada, en un cartel de tronío.Durante los años de desierto, Juan Mora sólo encontraba consuelo en Marisa, su esposa, que siempre respetó su decisión de continuar en una profesión tan ingrata, a pesar de la humillación de que sólo firmara unos pocos contratos por plazas de tercera categoría. El teléfono había dejado de sonar y no había palmeros que le cantaran sus glorias, pero él le confiaba que aún tenía cosas que decir con capote y muleta. Y ella sonreía, apenas sin decir nada, y elevaba una oración para que a su marido le surgiera la última oportunidad.

La tarde que le sacaron a hombros, Marisa siguió la corrida por el televisor –nunca le acompaña a la plaza-. Pudo ver el clamor de Las Ventas, que se rendía al temple de su esposo, a la belleza de dos faenas mágicas. Y le botaron las lágrimas cuando el alguacil le entregó las dos orejas del primero de los toros y Juanito solicitó la presencia de su hijo pequeño, con el que dio una inolvidable vuelta al ruedo, la de su resurrección. Poco después, Marisa partió hacia la plaza más importante del mundo y se confundió entre la multitud que aguardaba la salida a hombros del matador, al que miles de aficionados aclamaban como a un héroe.

Me dijo Mora que, a pesar de los gritos, los aplausos y los empujones, sus ojos se cruzaron con los de ella, y que en aquella tarde, su mejor tarde, el encuentro en la lejanía con Marisa fue lo más bello.
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