19 feb 2011

En vez de años cumplo novelas. Esta sensación me embarga cada vez que perfilo un libro sobre el que he trabajado a lo largo de los últimos años. Y no porque se acerque la fecha de mi aniversario –quedan unos meses- sino porque después del verano, Dios mediante, publicaré.

Así voy, de novela en novela, volcando en cientos, miles de páginas, soplos de experiencia. Me lo dijo un viejo escritor cuando en mi adolescencia apuntaba alguna manera para este oficio: “La madurez lo es todo”. Es el acopio de páginas tachadas, la suma de días, el afán por mejorar, el ansia de servicio, que así entiendo la literatura: un servicio que se confunde con el ocio. Mejor; no quiero otra medalla sino el deleite de los lectores que se adueñan de mis historias.
Una novela comprende muchas horas vertidas sobre el papel –sobre la pantalla del ordenador-, en las que experimento el milagro de sacarme de la manga a unos personajes que no tienen voz, no tienen rostro, no tienen genealogía y, sin embargo, se me aparecen en sueños para recordarme que los construí con palabras y les obligué a respirar en un ejemplar olvidado en cualquier estantería de cualquier casa, biblioteca o colegio. Por allí están Isabel, Rodrigo, Paula, Félix, Albertino, Santi, Elvira y Ventura, a quienes diseccioné su interior y su exterior para que transmitieran emociones: ternura, miedo, tristeza, amor y esperanza.

En vez de años cumplo novelas porque son esas historias con título y portada las que vienen a recordarme que mi vida está ligada a lo que nunca ocurrió en otro lugar distinto a mi cabeza. Tengo la oportunidad de levantar escenarios como si fuese el tramoyista del más singular de los teatros: lo mismo se convierte en un herbazal de África que en una calle bombardeada, en una jornada cinegética que en un arrabal de Bombay. Y, pese a la experiencia, me consume el miedo escénico, ese pavor que hormiguea en el pulso de los cómicos antes de que se enciendan los focos. Es la intriga que me reconcome cuando comienzan a sonar las máquinas de la imprenta. ¿Gustará la novela?... ¿Adoptarán los lectores a mis personajes?... ¿Viajarán por las páginas como por un sueño anárquico?... Mi mujer, que es la primera en lanzarse a la aventura, se ve obligada a pellizcarme el carrillo y decirme: “La suerte está echada”.
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