6 mar 2011

A pesar de mis cuarenta años, cada vez que sufro unos días de tensión a causa del trabajo o de algún problema familiar, la naturaleza se venga con una curiosa somatización: a uno u otro lado de la nariz, sobre el carrillo, comienzo a sentir un molesto hormigueo que enseguida me tensa unos milímetros de piel hasta producir cierta quemazón que finaliza, dos o tres días después, con una erupción blanquecina que me retrotrae a los quince o dieciséis años, cuando la explosión cutánea no tenía su origen en la ansiedad sino en el crecimiento. Mejor dicho, en esa revolución corporal de la adolescencia en la que los huesos se estiran al galope, nos cambia la voz, empezamos a ensombrecer los belfos con un vello lacio, las cejas tienden a unirse, se expanden los pies como barcazas, también las manos y la cara parece poblarse con los restos de una paella.
Lo cierto es que a mí no me atacaron los granos con especial saña. Más bien los conocí en visitas esporádicas, como de guerra de guerrillas, eso sí, en los momentos más inoportunos (la llegada de una fiesta en la que por fin se mezclaban las pandillas o el logro de una cita, por ejemplo). Entonces un molesto inquilino comenzaba a palpitarme en la comisura de los senos de la nariz, en el vórtice de la barbilla, sobre las sienes o en mitad de la frente, como si fuese una tilaka hindú, ese punto de terciopelo con el que las mujeres de la India indican su estado civil. Y sin haberme convencido de que era peor el remedio que la enfermedad -a pesar de los desastrosos resultados de anteriores experiencias-, comenzaba frente a un espejo la operación de aniquilamiento de la infección: apretaba la erupción con las uñas, con una moneda y hasta con un artilugio que no recuerdo en dónde compré y que nunca más he vuelto a ver en ninguna tienda (seguramente porque incumplía los requisitos de Sanidad), cuya misión era cercenar el grano por todo su diámetro para reventarlo. Después me aplicaba un poco de alcohol que secara la piel herida, convencido de que en unas horas se regeneraría el pus y la mezquina montañita se habría multiplicado de tamaño.

Por aquel entonces me impresionó la lectura de “El guardián entre el centeno”, de Salinger, en la que su joven protagonista disfrutaba explotándose el acné frente al espejo porque dejaba manchurrones de pus. De igual manera, me revolvían el estómago algunos novios que hacían un nidal sobre un banco de la calle o en una isleta de hierba de cualquier parque y, ajenos a las miradas de la gente, se demostraban su amor reventándose los granos y las espinillas de la cara. Tampoco me dejaban indiferentes aquellos colegas de edad a quienes la revolución hormonal no se conformaba con esos puntos rojizos y blancos que guardaban una prudente distancia para aparecer (bien distancia temporal en días, bien distancia de centímetros en la piel), y les invadía la totalidad de la cabeza, incluso entre el cabello o detrás de las orejas, y a quienes no les quedaba otro remedio que embadurnarse cada mañana con cremas y potingues e ingerir una buena dosis de Roacután. Había quienes sufrían erupciones supurantes, llagas, heridas y hasta perforaciones que les quedaban indelebles por cualquier rincón del rostro.

Y es aquí dónde me quisiera detener, en aquellos a quienes las infecciones cutáneas les hicieron sufrir sobremanera, bien porque les costaba convivir con aquella marca que les recordaba perennemente que habían mutado la inocencia de su gesto infantil por un elemento extraño y doloroso, bien porque sobre aquella involuntaria orografía vertieron los demás todo el acíbar de su mala sangre. En muchas ocasiones, el acné suma a sus consecuencias la necesidad de un refuerzo psicológico. En una etapa de la vida marcada por las inseguridades, pocas cosas hacen tanto daño al púber como aquellas que impregnan la cara, que no deja de ser un espejo del alma. A esas inseguridades, por desgracia, se suman las de los demás adolescentes, que vuelcan sobre los indefensos toda su inquina al igual que los cachorros: el más grande, para reafirmar su efímero poderío, lanza dentelladas sobre el hermano de camada enfermo y débil. Por eso, al joven que sufre la marca destructora de la pubertad y no encuentra resuello para enfrentarse a lo que constantemente le denuncian los espejos y la voz ácida de sus compañeros de clase, deberíamos prestarle un singular apoyo, para que termine por comprender que el alma puede encontrar reflejos mucho más sugestivos que los que deforma un trazo de granos impertinentes.
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