3 abr 2011

A los pueblos mediterráneos, el mes de abril nos despierta del letargo del invierno. Porque si bien podemos convivir con el frío, los abrigos y las bufandas, e incluso los hay que disfrutan de los deportes de invierno encaramados a los picos de las montañas, nada nos describe mejor que nuestra querencia natural a vivir en la calle.

Todavía es habitual encontrarse, en los pueblos y en las ciudades en las que se saborea la vida de barrio, una escena que parece sacada de almanaque viejo: muchas personas sacan una silla y la colocan junto al portal de su casa, para departir con los vecinos y entretenerse contemplando a los viandantes, que pocas cosas ofrecen tanto entretenimiento como leer la novela que cada paseante trae escrita en la mirada. Incluso hay quien saca al zaguán el transistor de radio o la jaula con el pajarito, que cabriola en su columpio mecido por la música de las conversaciones y los bocinazos, que aletea feliz con la algarabía de los niños que regresan del colegio.
La primavera, incluso a pesar del estrago de las alergias respiratorias, es una estación en la que la vida crepita como el pan recién hecho. Me contaban de un señor que hizo dinero mientras vivía en un pisito de una barriada del centro, en una ciudad del Sur. Su esposa, empujada por alguna amiga, le animó a enseñorear la fortuna repentina con una nueva casa. Y la compraron, en una urbanización de las afueras: jardín comunitario, zonas de deporte, piscina en cada parcela y seguridad privada. Sin embargo, aquel hombre se había acostumbrado -al caer la tarde- a regresar de la oficina dándose un paseo por la alameda, en el que siempre se encontraba con un amigo de la infancia, con un cliente o un proveedor, con un compadre, con un pariente… Y celebraba esos encuentros casuales con una cervecita y una tapa en el bar de la esquina, en el de la peña, en aquel otro muy taurino, en el que hace chaflán con el parque…, de tal manera que llegaba a su piso cenado y se contentaba con una tortillita francesa o un poquito de jamón. Pero a la urbanización sólo podía llegar en coche. De camino desde la oficina, no había compadres en los semáforos sino una triste carretera, así que le embargaba la melancolía y a media noche se despertaba con el estómago rugiente de hambre. Con fortuna o sin ella, habló con su mujer, vendieron la fabulosa mansión de las afueras y regresaron a aquel barrio viejo en el que la calle siempre es una fiesta.

Es cierto que en las grandes capitales muchas familias jóvenes nos hemos visto obligadas a vivir lejos del centro. La especulación inmobiliaria hizo prohibitivo el remedo de la vida de nuestros padres y abuelos. Y con esta emigración a los PAU de nueva planta, se acabó la tradición del aperitivo, la charla fraterna alrededor de unas aceitunas, la celebración del triunfo de nuestro equipo y muchas cosas más a las que invita un mundo recoleto en el que somos capaces de reconocer la mayoría de los rostros. Sin embargo, asoma la primavera y los pulsos parecen desbordarse hacia el aire libre: una lectura en la terraza, un paseo en bici con los niños y el perro, una vuelta al ponerse el sol junto a la esposa, un recado que no tiene urgencia y, sin embargo, nos invita a huir de las paredes de nuestra osera y respirar un aire que huele a flor nueva, trayéndonos recuerdos de la vida de barrio con su tertulia en la panadería, la farmacia o el estanco, tres comercios que bien gestionados se transmutan en un lugar de consejo, de intercambio de impresiones, de areópago en el que arreglar el mundo.

Ha llegado la primavera, el mes de abril, y en muchas barriadas se colocan farolillos y campanillas, luces de colores y puestos de churros y buñuelos. Son las vestiduras de la celebración colectiva, el gusto por festejar a la luz del sol o de la luna, a nuestros santos, a la advocación mariana que nos preside, a los prohombres que cincelaron la historia –grande o pequeña- de nuestra localidad. Y en esa calle el escenario no es otro que la fachada humilde de nuestro día a día, la que recibe bailes, risas y gozo de vivir.
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