30 abr 2011

Lolek escuchó en voz de su padre y de los veteranos de Wadowice aquellas heroicas peripecias en la Primera Guerra, cuando formaron parte del ejército austro-húngaro y vencieron al temible enemigo ruso. Karol contempló con horror la fiereza del leviatán nazi al tiempo que se quedaba desamparado. El sacerdote, obispo y cardenal de Cracovia, se enfrentó con energía e inteligencia al monstruo comunista, que ahogaba su tierra en la tristeza del cemento y la delación. Cuando el Espíritu Santo le eligió para conducir a la Iglesia más allá del segundo milenio (a partir de un sorpresivo cónclave que mostraba que la audacia divina no coincide con la prudencia humana), Juan Pablo II tenía una larga experiencia sobre la necesidad del entendimiento y la paz.Nos acostumbramos tan rápido a lo sorprendente, que ahora nos resulta lógica la relación de cordialidad que la Iglesia mantiene con el pueblo hebreo. Sin embargo, hace treinta años sonaba a loca utopía que el obispo de Roma pudiese visitar una sinagoga. Sucedió con Juan Pablo II y han vuelto a ocurrir con Benedicto XVI. La relación entre las religiones monoteístas del Libro hubiese sido distinta si Lolek, Karol, el obispo Wojtyla o Juan Pablo II no hubiese mantenido fuertes lazos de amistad con aquellos chicos de su pueblo que cumplían el Sabat y que fueron maltratados y asesinados por las fuerzas de ocupación. De camino a la universidad y, más tarde, al seminario clandestino, Lolek respiró la pestilencia acre que el viento traía desde los crematorios de Auschwitz, en cuyos hornos ardieron muchos jóvenes con los que jugó, estudió e hizo teatro.

Al escuchar la noticia de su elección como Papa, Kluger, judío y compañero de pupitre, dio un respingo. Poco después se reencontraron tras treinta años sin saber el uno del otro. Juan Pablo II le encargó la delicada misión de conseguir que Israel abriese una embajada ante la Santa Sede. No fue el único gesto de Wojtyla hacia los hijos de Abrahán: siendo cardenal, ordenó el destierro a un sótano de un cuadro que adornaba un templo de peregrinación nacional. En el lienzo, unos judíos de dientes afilados arremetían contra el Señor. Wojtyla no contaba entonces con un portavoz para dar a conocer que había retirado la antisemita pintura a un sótano, donde se aseguró que sería devorada por las ratas y la humedad: "el lugar que le correspondía desde que se pintó", según sus palabras.
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