9 jul 2011

Muchas veces presumo de la herencia de mis padres, que básicamente consistió en tantos y tan buenos amigos. Repito: tantos y tan buenos, porque entendían que la amistad no es una virtud excluyente sino expansiva cuando tienes el serón lleno de cosas buenas que ofrecer. Y ellos lo tenían, tal era su facilidad para el buen humor, para entregar y compartir confidencias sin que éstas pasaran jamás a formar parte del dominio público, ni siquiera de nuestro conocimiento, para exigir mejor calidad humana y aceptar las demandas de sus amigos, para ofrecer un hombro o buscarlo con la sencillez de quien necesita un apoyo para llorar.De cuando en cuando, en algunos momentos de confidencia familiar se jactaban de sus amigos como el que presume de coleccionar cuadros de firma, y con frecuencia ponderaban la alegría de aquél, la imaginación de ese otro, la generosidad del de más allá, el heroísmo de aquélla pero sin convertirlos en un ejército de superhéroes. Mi padre rompía la grandilocuencia teórica de la amistad con el ejercicio de constantes bromas que aún celebramos cuando nos encontramos con esas viejas amistades que, por ellos, convertimos en familia: la correspondencia que mantuvo con la esposa de un médico, haciéndose pasar por una viuda repleta de recomendaciones que buscaba casa honrada en Madrid en la que ejercer como empleada del hogar, y que la mujer del galeno se encargaba de narrarle tras cada carta, encendida de entusiasmo por haber hallado aquella joya; la propina que metió en el bolsillo de un barrendero para que apuntara con su manguera hacia la terraza en la que el mujerío (también mi madre) se había acodado para verle maniobrar al aparcar su nuevo y flamante automóvil; los variadísimos desayunos de hotel (todos con huevo) que encargó a la habitación de un matrimonio a quienes hacía tiempo había convertido en compadres y tantas otras que describen su convencimiento de que la risa es pieza clave para el éxito de las relaciones entre los hombres.

Aún hoy, después de tantos años, me emociona encontrarme con personas que reconocen en mis apellidos o en mis rasgos físicos el eco de mis padres, pues enseguida surgen los elogios, la añoranza, los recuerdos de su calidad personal y aquella apuesta –que debía de apreciarse enseguida- que hicieron por no despreciar a nadie, por querer a manos llenas, a pesar de la querencia natural hacia determinadas personas con las que uno se siente más a gusto, más seguro, más divertido.
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