30 dic 2011

Hemos olvidado hacer realidad aquel refrán sobre el agradecimiento y la buena cuna. De hecho, una de las consecuencias más perversas del tan traído estado del bienestar es la autosuficiencia de creer que lo que somos y tenemos no se lo debemos a nadie más que a nuestra cara bonita. Me gusta considerarlo con los jóvenes a los que trato en mi proyecto Excelencia Literaria: si nuestros abuelos y bisabuelos no se hubieran roto el espinazo (algunos literalmente, arando campos o en una fábrica, con el pensamiento perdido en el deseo de un futuro mejor para los suyos), hoy no dormiríamos mullidos y calientes. Ellos sufrieron numerosas calamidades y las superaron. También una guerra. Y un exilio. Y un cruzar el mundo bajo la quimera de una tierra de promisión.
Aseguran los viajeros que han conocido los países pobres, que lo más sorprendente de las cloacas de la miseria es que sus habitantes no apagan la sonrisa, con la que agradecen los gestos de amabilidad, la visita del extranjero y hasta el acontecimiento de una comida caliente. Dan las gracias, incluso, por sobrevivir a un nuevo amanecer, a pesar de que su desventura consista en una cadena de dolores.

Por eso recomiendo no entregarse al último día del año como quien acude a una bacanal, el pensamiento en la fiesta, en el vestido, en los manjares, en la bebida. Que, al menos, antes busquemos un momento de recogimiento para hacer balance de los últimos doce meses, que leamos el “debe” y el “haber” con atención. Descubriremos que lo que recibimos llegó sin merecimiento por nuestra parte, que lo que logramos fue en cumplimiento de nuestro deber, que también causamos daño por nuestra voluntad caprichosa, que omitimos gestos de justicia, palabras de ánimo y necesarias peticiones de perdón.

Me gusta considerar que la paciencia divina nos sigue manteniendo como actores de esta colosal función. No somos imprescindibles, pero en nuestras manos continua el libreto de una obra que se escribe al albur de nuestra libertad. Deberíamos dirigir alguna mirada al maestro de ceremonias para entonar, tal vez, un “Te Deum”, el canto de agradecimiento que repitieron las generaciones.
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