23 feb 2012

A veces nos asaltan pensamientos asombrosos, como la repentina meditación sobre las edades de Jesús, quien a los quince había recorrido casi la mitad de su vida terrena, dato en sí irrelevante de no tener presente que su naturaleza divina estaba, de algún modo, sometida a su crecimiento como hombre. El destino en el Calvario se le debió de ir haciendo nítido en la medida que dejaba de ser niño para transformarse en adolescente, joven y, de seguido, adulto que estrena la treintena.

Aunque no tenemos datos acerca de la maduración de su alma humana, poco a poco se le tuvo que ir revelando su misión salvadora, pues todo en Él fue redención: la vida doméstica, el trabajo cotidiano en el taller, los años radicales de predicación y en el sacrificio total de su pasión ominosa. Desconocemos el tempo escogido por Dios Padre, pero no me descuadra la suposición de que con aquellos quince años -que en la Palestina del siglo primero era una edad mucho más grave que el torpe pavo que idiotiza a muchos púberes- la sombra de la cruz empezaba a crecer como destino seguro, por más que le horrorizara su sola consideración. Más de una vez Jesús niño y adolescente se topó con aquella tortura vergonzante: la exposición del reo a la curiosa turbamulta como animal despellejado y pronto para asar, las manos claveteadas en un madero transversal, los pies cosidos a un árbol muerto, el movimiento agónico del que se ahoga, las aves carroñeras oteando desde el cielo la promesa de pitanza... A Jesús joven, que a fuerza tenía que ser un muchacho manso, alegre y servicial, el corazón se le partiría de conmiseración al examinar aquel objeto de agravio y muerte que su sangre convertiría, en adelante, en adoración y vida.
La existencia de aquel joven, pese a todo, no pudo ser una azarosa cuenta atrás a partir del instante en el que su Padre le desveló, mediante caminos de oración contemplativa que se nos escapan, que su bregar duraría poco, apenas quince años más, dieciocho a lo sumo. Los Evangelios nos hacen ver que, hasta los treinta, vivió entregado a los afanes diminutos de Nazaret, pura rutina que también glorificó para que nosotros, vagas sombras, pudiésemos jugar a ser santos sin espectáculo.
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