17 feb 2012

Hay gestos que retratan una sociedad, ninguno tan llamativo como la disposición a la hora de arrimar el hombro.

Arde Atenas y mientras unos se preguntan cómo puede justificarse semejante pataleo público ante los ojos de una Europa con los bolsillos comprometidos, en buena parte, por el caos griego, otros jalean a los vándalos y se identifican con sus tropelías como si las piedras, las llamas y los policías heridos fuesen justa respuesta a las pretensiones de Bruselas por cobrar lo que se le debe. En España, aunque no han comenzando las algaradas, los sindicatos apuntan distintas posibilidades de pataleta frente a una reforma laboral impuesta por decreto ante su incapacidad para firmar un acuerdo que contribuya a sacarnos del pozo. Y como los de un bando político adivinan posibles réditos, se apuntan a la verbena a pesar de la huelga de brazos caídos con la que rubricaron sus años de gobierno.
No es malo el ejemplo para describir lo que ocurre cuando el patriotismo es una virtud desconocida para la mayoría, que apenas siente amor por su bandera y recela hasta del suelo en el que ha nacido y que –posiblemente- le comerá los ojos. No hay una ilusión común, no existe un propósito de quemar las naves por el bien de todos. Los funcionarios protestan, los trabajadores protestan, los políticos protestan, los sindicalistas protestan porque tras las reformas sólo aprecian el riesgo de perder alguna parcela de poder, ya que allí donde no hay conciencia de colectividad porque se tergiversa la Historia (que cambia las grandezas y miserias de la Nación por un cuento interesado, provinciano) son imposibles los gestos de grandeza, entre ellos la renuncia a lo que consideramos nuestro.

A los ciudadanos que formamos la clase media nos han subido los impuestos y nos han recortado los servicios. Por si fuera poco, quienes hemos decidido apostar por la familia y traemos hijos al mundo, somos los malditos de una organización administrativa que no prima la magnanimidad ni reconoce el sacrificio. Y sin embargo, estamos callados, con la piel del hombro levantada, atónitos ante el espectáculo de esta España sin norte.
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