2 mar 2012

Hay verdades que el tiempo se traga, vacíos para la Historia que nadie llenará, interrogantes baldíos porque no hay quien asuma una respuesta. Y quienes lo pagan, claro, son siempre los mismos, aquellos a los que no les queda nada que perder: ni pan ni honra. Y quienes se lo cobran, ¡vaya!, también son siempre los mismos: las administraciones de un Estado a punto de la quiebra, ávido de desplumar los pollos débiles del corral mientras gallos y gallinas sinvergüenzas se solazan al sol de todos los vicios.

Y para atajar este misterio, les diré que hay días en los que las empleadas del hogar, por costumbre en las familias de justo corazón, salen a tomar el aire, a juntarse con sus amigas, a soñar que se encuentran bajo las sombras picudas de las palmeras y no en el frío y duro asfalto de una ciudad europea. Esas mismas tardes son las que elige la policía -por orden municipal, por orden ministerial- para esconderse en los intercambiadores de autobuses urbanos, en las bocas del metro y en aquellos parques que los pobres inmigrantes escogen para solaz en mantel de plástico, bocadillos, limonada y partida de naipes.
Muchos de esos inmigrantes “de permiso” no tienen papeles pero si trabajo. A unas manos que ayudan en el hogar, si son honradas, no deberían exigirles burocracia en technicolor (tarjeta de residencia, pasaporte, visa, permiso de trabajo…). De sus horas se benefician parientes y vecinos allende los mares. Con sus sueldos y las medias pagas han logrado construir una casita en la aldea, pagar las letras de una máquina de coser que alimenta a los suyos, asegurar los estudios universitarios de aquel hijo en el que se adivinan condiciones intelectuales. Pero ahí es cuando aparece nuestro Estado ruinoso y ruin para reclamar su derecho de pernada: quinientos euros de multa, retirada de documentos que dan nombre a quienes a este lado del mundo no son nadie, no son nada.

Más tarde los prostíbulos encienden las luces rojas con la tranquilidad de que no aparecerá un agente de la Ley para pedir visados y tarjetas, tampoco a la muchacha encadenada a una habitación y cuyos ojos tienen el brillo nostálgico del palmeral perdido.
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