12 abr 2012

Cada tarde da comienzo la liturgia.

Vuela un moquero blanco como una paloma del parque de María Luisa que hubiera errado su destino, suenan los clarines y timbales con una música pretérita y se abre, de par en par, el portón del túnel de los miedos. Uno, dos, tres…, tres toreros en el ruedo elíptico de la Real Maestranza de Caballería, en Sevilla por más datos, ohú, hacen brillar los alamares de sus vestidos. Desde fuera, sin conocimientos taurinos, sin antecedentes en el lenguaje, en los signos, en la liturgia, en el arte –porque lo que cabe en una tarde de toros es parte inseparable de nuestra Cultura, con mayúscula– cada tarde de toros es un viaje al siglo XVII en el que un mozo ceñido por una calzona hace bailar a la muerte alrededor de su tripa, olé, o “bieeennn” de letras repetidas, un “bien” alargado que habla con una sola voz y miles de gargantas, la voluntad del público que se estremece o mira indiferente el trastear de los coletas en su función de torear y matar a estoque seis bureles negros, tan negros como el luto que ya nadie lleva...
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